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Educación humanitaria en épocas de guerra

Educación humanitaria en épocas de guerra

Discurso en el acto de entrega del diploma de egresado del Instituto Universitario de Haifa (5.2.1970)

 Ygal Alon

(1918-1980)

General, brillante comandante antes y durante la Guerra de Liberación, táctico, estratega, político y  hombre de estado

   

                                                    

 

               Al parecer, humanitarismo y guerra son polos contrapuestos. Sería difícil contradecir ello aún para quien haya sido testigo de manifestaciones de humanidad suprema en los campos de batalla, incluso hacia el enemigo y también para quien suele diferenciar – y así debe serlo - entre guerras justas e injustas, incluso aquellas que se hacen por la más alta de las causas: por salvar la vida y la existencia contra los intentos de exterminio y violencia.

Cada página en la literatura de nuestros jóvenes está cargada de esta tensión: el reconocimiento de la necesidad de defenderse, por un lado, y el sentimiento de tragedia y conmoción debidos al hecho de matar seres humanos, por el otro. Los mejores de entre ellos salieron a la guerra como aceptando una fatalidad: “sin amor y sin odio salir a luchar” como lo plasmara en una carta Or Zamora de Eyal en “Siaj lojamim” (Conversaciones con combatientes). Cuando llegó la victoria, no la vitorearon - como mucho, sólo se alegraron de que ya se hubiera acabado y de cómo se acabó.

“Pienso que una de nuestras características es la tragedia de los vencedores. No estamos acostumbrados a ello… aspiramos a la construcción desde que llegaron los pioneros… y aquí es la destrucción…” como expresara Avinoam de Mishmar Hasharon, en ese mismo libro.

Estas palabras podrían acaso sonar insinceras, si fueran pronunciadas por quienes hubieran permanecido de lado, pero dichas por aquellos que con sus cuerpos hicieron frente a la guerra, toman un cariz altamente moral.

A sabiendas o no, he aquí una reedición moderna de uno de los versículos humanísticos más antiguos y excelsos: “Aún cuando cayera tu enemigo, no te alegres”.

En la toma de conciencia de que no hay guerras alegres, está nuestro valor como hombres y como sociedad. Quien trocara la trágica necesidad de defendernos por la euforia de guerrear, tergiversa el sentido de nuestra contienda de pie a cabeza.

La historia de nuestro pueblo nos convenció de la futilidad de la justicia, desposeída de la fuerza. Sabemos muy bien que la justicia sola, es un caballo de papel – ni siquiera de madera – y como tal, puede ser deshecha en trizas.  A pesar de ello, precisamente en el trasfondo de nuestra amarga experiencia histórica con los países del orbe y con el  sangriento recuerdo del Holocausto acuñado en nuestra carne – debemos cuidarnos de caer en la trampa del chauvinismo militarista, aquel que ve en los carros blindados la encarnación de la justicia.

Así como no quiero que solamente la justicia me sirva de escudo, también rechazo el lema conocido: “sé fuerte y serás justo”. Debemos ser fuertes y justos al mismo tiempo. Fuertes para defender nuestros justos derechos – y justos al utilizar nuestra fuerza. En el mundo en que vivimos, nada es más fácil que rendirse a la filosofía que sostiene: todo el mundo es enemigo. Y que cita: “¿si no soy para mí, quién lo será?”, omitiendo la parte complementaria del mismo versículo: “¿y si sólo soy para mí, qué soy?”.

En el tercio final del siglo XX, no hace falta tener demasiadas fuerzas espirituales para proclamar la bancarrota moral del mundo, pero la proclamación de la muerte total de la conciencia humana, es también la proclamación del veredicto de muerte de nuestra propia conciencia, como parte de la humanidad. Aceptar la tesis de que el “hombre es lobo para el hombre”, nos obligará también a nosotros – a largo o corto plazo – a transformarnos en lobos.

          Como seres humanos - que rechazamos el transformarnos en lobos, que no queremos renunciar al deber humano que es el deber de todos los creados a imagen y semejanza - no estamos exentos de luchar por la modelación de la imagen de la sociedad humana, aún cuando sepamos, que la responsabilidad principal está puesta sobre los hombros de las potencias mundiales. Naturalmente, quien tiene más fuerza, también su responsabilidad tiene que ser mayor.

Como en todas las contiendas, también ésta por la modelación de la sociedad humana en la querríamos vivir, empieza por casa. Si logramos ser la luz para nosotros, posiblemente lo seremos para los demás, no antes de ello.

Desde de la Vuelta a Sión y la renovación del pacto con esta tierra, nos vimos también obligados a recoger la espada de los sitiados que se desplomó de manos del último combatiente judío en nuestra tierra, hace ya 19 siglos.  La sensación de pueblo sitiado, no nos da tregua. A ello hay que agregar el hecho significativo que tantos de entre nosotros llevan sobre sus cuerpos y almas las cicatrices de la locura nazi. Detrás de quienes de entre nosotros que tienen 40 años – hay 3 ó 4 guerras. No hay casi pueblo en el mundo, para quien como el nuestro, la destrucción nacional signifique también, la aniquilación personal. De allí la fuerza de la identificación personal con la general de nuestra sociedad, identificación tribal casi, que no es característica – nos dicen – en el siglo veinte, el internacional y cosmopolítico en apariencia. Pareciera que las leyes de la sociología no tienen vigencia completa sobre nosotros los judíos, que a pesar de ser un pueblo y nación y de tener un país soberano, seguimos siendo aún una tribu obstinada, combatiente, sufriente y orgullosa.

Todas estas contiendas no pasaron por alto en nuestras almas y las vivencias de los refugios, que es parte integral de la generación que crece en las poblaciones a lo largo del Jordán, no pueden dejar de imprimir su sello. La prensa ya sabe contar sobre los ”juegos prohibidos” que estos niños juegan, juegos de exequias y entierros e imitación de ruidos y escenas de guerra. Desde su infancia ellos respiran el miedo y aprenden a apreciar la importancia de la fuerza que los ampara.  Esta vivencia, en efecto, puede acuñar su sello en la manera de ser de las generaciones jóvenes y a llevarlas a conceptuar que sólo gracias a la espada viviremos. Entre las naciones del orbe, una prolongada situación así, ciertamente lleva a ello y es preferible que nosotros expresemos nuestra opinión al respecto.

La verdad sea dicha, el pueblo judío cree en los valores humanitarios según su tradición y su concepción de mundo. Pero no hay que descartar que algunos sectores de entre nosotros no estén inmunizados suficientemente para resistir los embates de los virus del nacionalismo y el militarismo. Ciertamente aquí y allá se susurra entre nosotros la pregunta – aún muy levemente – si no nos aguarda el peligro del desbarranque en brazos del rito de la fuerza y la adoración del militarismo.

Parece que, bien haríamos si nos preguntáramos esas preguntas sinceramente y sin temer por los exquisitos profesionales y por el qué dirán por calles del mundo. No a ellos debemos este esclarecimiento, sino a nosotros mismos, como corresponde a un pueblo maduro e inteligente.

Sin duda: las condiciones de sitio, muerte y destrucción de propiedad – la nuestra y la del enemigo – no son condiciones ideales para la educación del hombre creativo, sano y en paz con su alma. El hecho que no nosotros elegimos voluntariamente esta realidad y que no somos responsables por su creación, no cambia en absoluto esta misma realidad y sus consecuencias sociales y mentales.

Es fácil lógicamente, responder a estas preguntas con otra pregunta simple y cruel: ¿es que tenemos opción? – y es cierto, como claro es el día – no tenemos opción.

Esta es una realidad que no podremos cambiar con banalidades de cínicos exquisitos y pacifistas que, con toda la sinceridad de algunos que enarbolan el pacifismo, éste es esencialmente un fenómeno inhumano. En nuestras condiciones de existencia, el pacifismo es un parasitismo que se refugia en el amparo de quienes él se abstiene y que por su sacrificio, él vive. En circunstancias como las nuestras, nada más humanista que exponerse conscientemente en defensa de vidas humanas – y por sobre todo, de un pueblo entero. Y a pesar de todo: una vivencia militar tan prolongada e intensa, que el niño respira desde que sale al mundo y con la que se encuentra con ella cara a cara en su adolescencia, cuando aún está expuesto a su influencia y aprehensión – conjuga en sí misma grandes peligros, que pueden afectar la conciencia humanitaria de toda una generación. Ella puede fomentar en él una dureza y prepotencia, que mañana, si no hoy todavía, darán sus señales en toda manifestación de nuestras relaciones humanas.

Digamos que así es – preguntaría alguien – ¿podemos hacer algo para evitarlo? Yo creo que sí.

Primero, por el hecho que seamos conscientes de ello y de todas sus consecuencias. Ello está condicionado en la calidad de los valores humanos que sobre su cumplimiento nos preocupemos en tiempos de sitio y en la esencia de la cultura que querramos crear en tiempos de violencia y destrucción que son parte de toda guerra, incluyendo las guerras de defensa.

Yo creo que la educación – en el sentido amplio de la palabra – es capaz no sólo de aliviar y amenguar procesos que tienen su origen en las condiciones de guerra, sino que también vencerlos.

Es más: transformarlos en valores que educan hacia el humanitarismo. Tenemos en nuestras manos variados y múltiples medios. Voy a nombrar algunos:

  • Fomentar una sociedad modelo justa y democrática.
  • Racionalización del servicio militar. Ello, a través de subrayar su misión de seguridad y de definir nuestros justos objetivos de guerra que, aunque tácticamente ofensivos, son defensivos en su esencia moral.
  • Asegurando un régimen interno esclarecido y culto en el ejército, en el que la disciplina se base en la conciencia y no en el amaestramiento.
  • Recurrir a las armas como una necesidad intachable y cuidar su pureza.
  • La relación hacia el árabe.
  • La aspiración a la paz.

 Me permito citar lo que he escrito al respecto:

“El ejército – por lo general – es el reflejo del régimen social y político en el que se encuentra y actúa. Sus cualidades y debilidades son función de las cualidades y debilidades de la sociedad que lo creó. Un régimen social esclarecido y progresista también es un bien militar. Es más, es un bien de fundamental importancia…”

          Así es pues, cada pueblo y sociedad tienen el ejército que merecen. Los regímenes totalitarios comienzan a forjarse cuando los hombres de armas creen que merecen un pueblo mejor o por lo menos un régimen mejor, que ellos lógicamente lo identifican consigo mismos. Y eso precisamente, es lo que pasó con la mayoría de los países vecinos que nos rodean. Permítaseme citar nuevamente:

          “Sin duda alguna, Zahal (Ejército de Defensa de Israel) es uno de los ejércitos más democráticos del mundo desde el punto de vista de su régimen interno – aunque esté lejos aún de la perfección en este sentido – y también desde el punto de vista de su lealtad a la democracia parlamentaria israelí. Aún así, no será demasiado decir que acecha a sus puertas el cansancio de la democracia y la nostalgia por un régimen “autoritario efectivo”, como substituto de la “embarazosa democracia””.

           Estas palabras fueron escritas hace ya 13 años, pero pareciera que su validez es actual y aún más fuerte precisamente en estos días. Paradógicamente, en vez de ver los éxitos de Zahal a travéz de nuestra estructura social más progresista, existen ya brotes – si no más que ello – de intentos de confrontar la efectividad de Zahal con la “vejez”, “complejidad” y la “indecisión” del sistema democrático en Israel.

No os confundais, tampoco yo creo que nuestros partidos políticos son ángeles del cielo o que no hay lugar a la renovación de las ideas sociales o la reanimación de algunas, como el pionerismo individual y colectivo - pero la burla total a los partidos y el desprecio por las ideologías y la visión de mundo, son peligrosas secuelas del estado de guerra. Muchas veces, esta mofa termina en el desprecio por la palabra, por el pensamiento creativo y la cultura humana. Contribuye a ello la ideología que sostiene el fin de todas las ideologías, supuestamente, que tuvieron vigencia en el último tercio del siglo XX.

Cuanto más se extienda el litigio tanto más se fortalecerán, naturalmente, las voces antidemocráticas y autoritativas en nuestras calles, que por medio de falsos mitos pretenderán liberar a la sociedad de su páramo espiritual y de su vaciamiento de valores sociales. Por ello, aún cuando nuestro corazón esté con lo que pasa en el frente, no cerremos los ojos ante los acontecimientos que suceden en la retaguardia.  Todos sabemos que la guerra significa una escala de valores selectiva en la hacienda nacional y en la planificación de las metas sociales, educativas y culturales.

Junto a ello, es negativo que en nombre de la seguridad, supuestamente, renunciemos a nuestra aspiración a una sociedad justa, porque cuanto más justa, más se identificarán con ella sus hijos y se esmerarán en defenderla. No es posible dejar la hermandad y la mutua garantía sólo para los campos de batalla. Ellas obligan – más aún – a la retaguardia. De allí que debemos construír nuestra sociedad como si no estuviéramos sitiados y mantener nuestra sociedad como en épocas de guerra.  Lo mismo, respecto del desarrollo de la educación, la cultura y las artes. No sólo que el judaísmo carente de ello no tiene casi significación, sino que ellos significan la fuente de nuestra fortaleza. Es más: una Israel que arroje por la borda sus valores humano-sociales, se parecerá más a un buque porta-aviones que a un país que porta un pueblo.

          Es sabido que tiempos de guerra unifican a los integrantes de una sociedad en defensa de lo principal, pero la unidad nacional no significa unidad de pensamiento y anulación de legítimas diferentes maneras de pensar.

          Creo que no está demás suponer, que precisamente no de Zahal salen los vientos autoritarios que soplan en nuestro ambiente y que a ellos he dedicado mis palabras, sino que de la sociedad civil principalmente. En su envidia – justificada – de Zahal, se les olvidó que factores como sociedad, educación y cultura no son soldados que se pueden mover por órdenes. Ellos también olvidan que precisamente el régimen interno de Zahal está basado en la educación de la gente y no en su amaestramiento. El amaestramiento y la uniformidad son característicos de regímenes que quien quiera salvar su alma, hará bien en alejarse de ellos.

Pero pueden haber también otros factores que estoy dispuesto a arriesgarme a nombrar:

Como es sabido, en épocas de tregua – y hemos tenido sólo épocas de tregua relativa, no paz – la sociedad civil tiende a atribuirle a la juventud israelí toda clase de tonterías y a exagerar en la negación de su conducta y debilidades; pero en tiempos de guerra activa – aumenta por lo general - el valor de esa juventud que se halla en primera línea. Del agradecimiento natural y comprensible de toda la sociedad hacia sus hijos en peligro, se desvía a veces sin darse cuenta, a los brazos del culto a los jóvenes. Es menester hacer notar que los devotos de ese culto no se refieren a “el cerebro juvenil”, al “alma despierta y abierta” sino siempre a “la sangre nueva”, a la “sangre joven” y  lemas por el estilo del campo de la biología, como si fuera seguro de antemano que lo más joven y nuevo fueran también más moral, esclarecido, humano. Muy a nuestro pesar, la historia nos enseña que la utilización de términos extraídos del campo biológico fué desde siempre característico de los regímenes con tendencias totalitarias, de una manera ú otra. Regímenes como aquellos, no sólo son antidemocráticos sino antihumanos de raíz. Ellos saben aprovechar el entusiasmo espontáneo e incontrolado de los jóvenes que buscan su lugar en el mundo para estampar su sello en ellos.  Creo que haremos bien en recordar que así como el joven ísraelí no es insignificante en tiempos de paz y creación, tampoco es superhumano durante o después de una operación militar que nos es impuesta. 

Es más, el hecho que durante el servicio militar precisamente, más que en cualquier otra actividad humana, somos testigos de revelaciones heroicas y de sacrificio merecedoras de nuestra admiración, nos obliga a tener cuidado de no borrar el límite sutil, pero abismal, que separa la educación positiva de por sí de los hechos heroicos, de la idolatría de la guerra. El judío que venere la guerra casi se excluye de la tradición judía.

Esto adquiere una gran importancia por el hecho de que la guerra es una realidad conquistadora y total, que en su presencia empalidecen todos los demás aspectos de la actividad humana. Esta realidad hace que los jóvenes consideren como prueba capital su desempeño en las operaciones de seguridad. De mi parte, desearía a todos nosotros y en especial a los jóvenes, que pongan su capacidad a prueba todos los días del año, cuando su escala de valores incluya su contribución a la conquista de la aridez del desierto, su aporte al pensamiento, al trabajo, a la ciencia y a la cultura en la sociedad donde vive. Por eso, quien se proponga educar un hombre completo en lo mejor posible y no educar un ser unidimensional, debe aspirar a una máxima racionalización de la autodefensa. Dicho de otra manera: debe considerar el servicio militar como un deber funcional, sólo eso, como una obligación necesaria y no como un ideal. La idealización del ejército como tal, obligatoriamente conduce al militarismo, que como el nacionalismo, es equivalente a la idolatría, ajena al judaísmo y a la sociedad que quisimos construir aquí y que queremos seguir manteniendo.

          Así como el nacionalismo conduce al odio al extranjero y al racismo - la más horrenda de las enfermedades del género humano, así el militarismo lleva al rechazo de la democracia y aporta un peligro para el ejército mismo. Por lo común, el militarista llega a su cima en tiempos de logros imponentes, pero el soldado humanista, perceptivo y consciente,  persiste en su esfuerzo aún en los cansadores y grises días de la vida cotidiana. ֹste no necesita la glorificación de sus acciones ya que su conciencia - y no la gloria -  es la guía de sus acciones. Un ejército humanista transforma el acero que posee en sus manos en un valor educativo, mientras que el militarista se embriaga con el poder prepotente implícito en él.

En la confrontación actual gozamos de tres ventajas: a. la ventaja de la estructura social; b. la ventaja del nivel tecnológico; c. la ventaja de los valores morales. Es un triángulo que quien quitara uno de sus lados, desmoronaría todo el edificio. En nuestros tiempos,  es inconcebible la ventaja social sin la tecnológico-científica; pero esta última de por sí, sin que fuera apadrinada por una visión moral, puede engendrar un monstruo, como nos lo acaba de enseñar nuestro siglo.

En forma natural llego al último círculo de mi exposición, a la relación con los árabes y la paz. En este último círculo, se concentran tanto en la teoría como en la práctica, todos los temas que he citado hasta ahora

Es un hecho histórico y geográfico, que siempre existirá entre nosotros una minoría árabe importante y que siempre estará el estado de Israel rodeado de países árabes.

Si yo fuera preguntado cómo, a mi entender, debo comportarme con la minoría árabe, mi respuesta es: como hubiera querido que se comportaran con la minoría judía en los países de la dispersión.

El comportamiento hacia el árabe como individuo – y a los árabes como un colectivo, es una de las pruebas humanas centrales con las que confronta la sociedad israelí. Con toda la comprensible amargura que anida en muchos corazones judíos hacia los árabes,  guardémonos de permitir que nuestra indignación se transforme en sentimientos de odio. El odio al enemigo no es una condición necesaria para el espíritu de lucha – para ello basta con el amor al pueblo y a la tierra, pero puede ser un impedimento en el camino que conduce a la paz. Es más: el odio puede transformarse en una ponzoña que, con el  devenir de los tiempos, envenenará nuestras propias almas.

La aspiración del sionismo – el movimiento de liberación del pueblo judío – fue y es el retorno del pueblo a su tierra para vivir en paz y tranquilidad.  Nada de ello nos lo fue concedido aún, pero por ellos luchamos ahora para conseguir otra liberación – la de la guerra. Sería cándido o hasta cínico ignorar los graves acontecimientos que sucedieron entre nosotros y los árabes. También nuestras relaciones con los árabes israelíes no están exentas de complejidades. En el fondo se hallan la especial opresión en que se encuentran – por un lado  y los medios de seguridad que estamos obligados a usar - por el otro.

La experiencia indica, que es posible aplicar medios de precaución y seguridad efectivos, sin ir tan lejos como para herir innecesariamente sus sentimientos.

Sería un certificado de pobreza para nuestra sociedad si quisiera ella extender la culpa de unos pocos a todo un colectivo que, en su  gran mayoría es leal al país,  sea ello por conciencia o por reconciliación con la realidad.

Debemos profundizar el contacto social entre judíos y árabes. Primero y principalmente, entre las jóvenes generaciones. Me parece, que hay que alentar más y más estudiantes judíos a estudiar la lengua árabe como segundo lenguage, aún a costa de alguna lengua europea – como así ‏también incrementar los encuentros de estudiantes judíos y árabes tanto en escuelas mixtas en poblaciones mixtas, como en encuentros interescolares en poblados del interior. Hay que prestar especial atención al estudio del Oriente Medio y junto a la crítica – exhibir lo bello de la historia y cultura árabes. Tenemos que saber, que en nuestra relación de hoy hacia el árabe, su cultura y su tradición, estamos moldeando nuestra futura relación entre ambos pueblos. Lo dicho no sólo es vigente para con las relaciones hacia el árabe israelí, sino para los árabes de los territorios y los de los países árabes. También en tiempos de guerra y emergencia, debemos ver en ellos nuestros vecinos permanentes y nuestros aliados de mañana.

Lo que ello significa es: trato humano a la población bajo dominio, a la mujer, al prisionero. En resumen: es un llamado a lo humano de dentro nuestro y no al instinto.

Y de aquí, a la paz: precisamente por haber sabido muchos años de confrontaciones y guerras, es obligación nuestra la de educar a la generación joven y a todo el pueblo sobre la idea de la paz, que ahora pareciera imposible de tangir como si perteneciera a “el Fin de los Tiempos”. La paz no sólo es una preciada meta humanitarista y política.  La fe y el amor a ella como así también una política de paz, nos son necesarios no sólo como un instrumento político, sino como una necesidad interior judía de las generaciones jóvenes. Prohibido es que los jóvenes se desencanten de la paz, porque no es cierto que es no hay posibilidad de conseguirla. Una amalgama inteligente de política de paz ingeniosa y consecuente, de defensa militar activa, de asentamientos selectivos que fortifiquen límites estratégicos pero dejando abiertas las opciones para discusiones de paz, el tratamiento inmediato de la solución del problema de los refugiados que se encuentran en nuestro ámbito y su asentamiento en los territorios que estamos dispuestos a devolver – todo ello en conjunto -  acercará la paz en pasos más acelerados de lo que muchos creen.

La generación que deje de creer en la paz, dejará de creer en soluciones políticas y como tal, dejará de aspirar llegar a ella y concluirá pensando en que la guerra permanente es el único medio de supervivencia.

La generación que deje de creer en la paz como valor moral humano en sí y como meta política merecedora de luchar por ella, se transformará en una generación inválida espiritualmente, con una escala de valores torcida y desgarrada. Una generación así puede perder la oportunidad de lograr la paz, cuando esa contingencia se presente.

Creo que inculcar la paz como valor humanista-educador servirá de antitoxina contra la concepción de mundo militarista que aguarda acechada a las puertas de nuestras escuelas, punto de encuentro de la juventud y los campamentos militares.

Si hubiera sospechado que la adhesión a la paz debilitara nuestra vigilancia y estado de alerta militares, posiblemente hubiera entonces llegado a la conclusión que no existe otra salida que ofrecer este sacrificio humano-moral  al Moloch  de la seguridad; pero una contradicción así no existe en la realidad, porque ambas se complementan mutuamente. Todo lo contrario, una sincera y consecuente política de paz otorga entre otras cosas una infraestructura político-moral a las acciones de guerra, mientras que el resultado de las acciones de defensa preparan las condiciones para la paz.

Como pueblo racional, leal a los valores de la moral y dueño de una rica e inigualada tradición humanista, estamos ciertamente en condiciones de sostener las dos tesis simultáneamente. Es decir: ver en la defensa un medio imprescindible en los tiempos de emergencia y ver en la paz una meta en sí misma, como una de nuestras más altas aspiraciones nacionales.

           Cuan bello y humano fue grito de paz salido de las gargantas del conjunto del Najal (Juventud Pionera Combatiente – unidad del ejército que conjuga la labor agrícola con la militar)en “La canción de la paz”. Cuando los oí cantar y vi sus rostros y los del público joven, sentí cuan genuina era su exclamación. No fue esta una canción de júbilo, sino una protesta vociferante y legítima contra la guerra y sus horribles consecuencias, aún en nuestras circunstancias. La legitimidad de su grito de protesta y desafío reside, en que surge de bocas de quienes  son los primeros en exclamar el grito de batalla cuando no hay remedio, pero quienes a su voz modula el grito por la paz, que seguramente llegará.

Es por ello que su protesta es tan justa, humana y educadora.

[Guinosar]

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