Mi tío Scholem Aleijem (fragmento)
de César Tiempo
Durante toda mi infancia no oí otra cosa que hablar de Krasílevke, de Menajem mendel, de Zafránovich, de Tevie, de Motel, del abogado Vélvel Gambeta, de Jlavene, ese hombrecito retacón aficionado a la bebida pero que, según Scholem Aleijem, no podía ser borracho porque descendía de padres judíos. Y no es que su condición de judío le impidiese beber; lo que le impedía era agenciarse la bebida porque no tenía con qué pagarla. Sus historias se me hicieron indispensables como el agua. Querido como un tío bien querido - lo llamábamos Feter Scholem - consideraba al gran escritor no como una entidad abstracta, como a tantos escritores a quienes uno lee en la infancia - Verne, Salgari, Bret Harte - cuya existencia física nos tiene sin cuidado, y a quienes no concedemos la menor importancia pues se nos escapa la mecánica que preside la elaboración de los libros, ya que en esa época creemos que se hacen solos, que existen porque nosotros los leemos, que todo lo que en ellos ocurre es cierto y que no podríamos sufrir la decepción de pensar que alguien inventó esos episodios cuyo único encanto es el de la verosimilitud. Con Scholem Aleijem no nos ocurría eso, en primer lugar porque no lo leíamos. Sus narraciones nos eran transmitidas de viva voz, como transmitían los rabíes y los meturgemanes hebreos las alegorías y los relatos del Antiguo Testamento. Y segundo, que valía tanto o más que lo primero, porque en nuestra casa se hablaba siempre de Scholem Aleijem como de un pariente muy cercano, de una especie de taumaturgo infalible y errante que recorría el mundo buscando y recreando historias maravillosas para mi exclusivo deleite. Un tío bueno, desdoblado en un amigo, un camarada, un médico. Un médico que no tenía facha de médico ni diploma de médico y sabía curar todos los males con una medicina insuperable: la risa. El autor de Tobías, el lechero fue un hombre que supo combatir el dolor y la tristeza con el instinto que da una gran bondad. Porque sabía que la bondad es más fuerte que la ciencia. Isaac Newton descubrió la ley de gravedad no porque fuera un sabio, sino porque era un poeta. Scholem Aleijem descubrió muchas cosas más porque también lo era, porque su alma sabía tomar la forma de las penas y de las alegrías del prójimo. Scholem era mío, como lo fue, lo es o lo será de ustedes, como es de todos aquellos que entraron en la intimidad de su obra, en el mundo de sus criaturas, sus aventuras y desventuras, íntimamente persuadidos de que es el único que puede mantenernos eternamente jóvenes y eternamente locos.
Me permitiréis, antes de seguir adelante, que recuerde aquella imborrable y desapacible mañana de mayo de 1916. Yo acudía a una escuela de la calle Pichincha - ¿qué otro nombre podía tener la calle frecuentada por un niño judío? - Las clases terminaban a mediodía pero mi padre, cosa que nunca había hecho, vino a buscarme a eso de las 9 de la mañana. Estaba serio y ensimismado, cosa poco habitual en él. Me tomó de la mano y salimos, en silencio a la calle. Advertí que le temblaban los labios. Antes de llegar a la esquina se detuvo, me soltó y me dijo a quemarropa, convulso:
- ¿Sabes, hijo? Murió Scholem Aleijem.
No terminaba de decirlo cuando me desplomé sin que él atinara a retenerme dándome un porrazo tremendo. Los médicos temieron por mi recuperación. No quedé idiota pero me dediqué a la literatura, que en resumidas cuentas es más o menos lo mismo. Pero esto, como le gustaba decir a Disraeli, es otro paisaje.