por Pilar Rahola
Briggite Gabriel, libanesa que pasó siete años de su vida viviendo en un refugio subterráneo, comiendo hierbas y arrastrándose bajo las balas para conseguir agua, expresó con esta solemnidad, en su conferencia en la Universidad de Duke, en octubre de 2004, el autodestructivo fenómeno que utilizaba una religión y un fe como coartada para el todo vale violento, en una escalada de terror que no se paraba ni ante lo más sagrado de la vida. A pesar de haber sido educada en el odio antisemita, como ella mismo expresó, la actual presidenta y fundadora del American Congress for Truth, fue más lejos en su proceso autocrítico y recordó que, en la actual tesitura histórica, : ?la diferencia entre el mundo árabe e Israel es la diferencia en valores y carácter. Es barbarie versus civilización. Es democracia versus dictadura. Es bondad versus maldad?. Salman Rushdie ha tipificado la actual degración del Islam como un proceso de ?islamismo paranoico? y alguna otra voz, com la del periodista marroquí Ali Lambret, alerta sobre el desastre que significa, para millones de personas de cultura musulmana, no tener prácticamente ningún referente propio democrático. Pero todas ellas, desde su calidad moral y su enorme valor ético, son voces escasas, islas exóticas en un gran océano de pensamiento único, acriticismo intelectual y, sobretodo, fanatismo institucionalizado. Y es precisamente esto, su excepcionalidad, lo que nos da la primera clave del grave problema que nos acecha. Para llegar a analizar, pues, el nuevo antisemitismo que recorre la espina dorsal del mundo, y cuyas muchas cabezas de la hidra tienen distintos acentos y gramáticas en función de donde se muestran, es necesario empezar reflexionando porqué voces como las citadas, son voces tan excepcionales. Es decir, es necesario analizar el pensamiento único, nihilista y totalitario, que intenta contaminar hasta la asfixia, cada rincón donde habita la media luna.
Primero, la reflexión genérica: ¿existe un resurgimiento de ese concepto xenófobo, acuñado en 1879 por William Marr para definir sus sentimientos judeofobos ?así nacía la palabra antisemita?-, y que, en su derivada más malvada, fue responsable de la mayor atrocidad de la historia de la humanidad? Abundan tanto los estudios al respecto, entre ellos los propios de las instancias europeas, que sería bastante estúpido perder el tiempo demostrándolo. Día a día, comentario a comentario, en los micrófonos periodísticos, en las tertulias de café, en los debates de televisión, en las declaraciones políticos y en todo lo que conforma el pensamiento colectivo, lo judío está presente, resulta incómodo y antipático, y normalmente es discutido, demonizado o directamente atacado. La confusión entre lo judío y lo israelí es absoluta, hasta el punto de que un y otro concepto se usa de forma indistinta, y los dos significan algo negativo. Podríamos decir, sin demasiado riesgo de error, que Israel ha heredado, de forma íntegra, la satanización histórica contra lo judío, y ha conformado una manera más prestigiosa de ser antisemita: el antisionismo o, directamente, el furibundo antiisraelismo actual. Para expresarlo de forma más épica, si los judíos han sido, durante siglos, los parias entre los pueblos, Israel es, en el contexto actual, el paria entre los estados. Y, por supuesto, su presidente es el paria entre los presidentes. Como formulé en la Conferencia de la UNESCO, en 2003, titulada ?Los judíos y las moscas?, el paraguas del antisionismo es mucho más cómodo de llevar, frena bien la lluvia de la crítica y permite un disfraz intelectualmente digerible?. Es decir, es políticamente correcto, lo cual es fundamental para poder moverse con tranquilidad en los cenáculos de la inteligencia, en las plumas de los escritores reconocidos, en las cátedras de los profesores progresistas. Ello explica el fenómeno que ocupará la parte central de mi reflexión: el nuevo antisemitismo de izquierdas, un antisemitismo que no responde a los cánones clásicos de la extrema derecha, sino a parámetros modernos cuya escuela ideológica mira hacia la izquierda, y cuya formulación no se plantea en términos de xenofobia, sino, sorprendentemente, de solidaridad. El principal antisemitismo actual, el que influye en el pensamiento de masas, el que marca los titulares de la información, el responsable del antiisraelismo feroz que invade todo Occidente, está asentado en la corrección política, está bien visto, es de izquierdas y se moviliza por la justicia, el progreso y la solidaridad. Por eso resulta influyente y, por eso mismo, es peligroso, escurridizo y probablemente inconsciente.
Pero antes de entrar en un análisis más profundo del fenómeno, creo necesario señalar los otros dos grandes pensamientos antisemitas que influyen, con más o menos fuerza, en el estado de opinión general. Por un lado, el antisemitismo clásico, perfectamente trabado en el ADN del pensamiento colectivo, nacido al albur de los dioses de la cruz que, enseñándonos a amar a Dios, nos enseñaron a odiar a los judíos. Es cierto que la Iglesia Católica, después del importante documento del Nostra Aetate, en el Concilio del Vaticano II, hizo un gran esfuerzo de autocrítica y petición de perdón, pero también lo es que dos mil años de cultura religiosa antisemita dejan un prejuicio tan hondo, que acaba formando parte del disco duro de todos nosotros. Ello, sumado al hecho que en muchos rincones del pensamiento cristiano aún late el concepto del pueblo deicida, y ahí está la ignominiosa película de ?La pasión? de Mel Gibson para corroborarlo. Sin menoscabar la enorme importancia simbólica de los gestos autocríticos de Juan Pablo II o la emotiva visita de Benedicto XVI a una sinagoga alemana, el mea culpa de la Iglesia Católica ha sido más una catarsis de las cúpulas, que no de las masas. Tenemos, pues, un estigma histórico que aún goza de una cierta buena salud? Toda la expansión del cristianismo tiene que ver con el éxito del prejuicio acuñado, y con la rotunda eficacia de la demonización de todo un pueblo para poder dominar, engañar y, sin duda, fanatizar a la gente. Ese antisemitismo de corte religioso que devino, con los siglos, un antisemitismo cultural perfectamente consolidado en el pensamiento y, por ende, inconsciente, explica parte de la facilidad con que los ciudadanos del mundo aceptan hoy los lugares comunes, los prejuicios y las mentiras sobre el pueblo judío. Y el pueblo judío por excelencia, en el imaginario moderno, es el pueblo israelí. No hay tanta distancia entre la imagen del judío medieval, nariz corvo, escurridizo, misterioso y bebedor de la sangre de los niños cristianos, en la Pesaj, con el judío poderoso cuya Magen David ilustra el tanque con el que sistemáticamente, según las televisiones del mundo, mata a niños palestinos. ¿Nos hemos fijado que siempre se trata de la infancia? Si no se hubiera construido, durante siglos, una maldad cultural que atravesó el córtex de Europa y lo marcó a fuego, hasta el punto de que nada de lo que ha ocurrido en la historia de Europa se puede explicar sin el antisemitismo, hoy por hoy no sería tan fácil vender visiones maniqueas de la realidad, tergiversaciones informativas, ni puras falsedades de la historia. Este es el antisemitismo de base que aún recorre las mentes de los ciudadanos que sostienen que Israel es el primer problema del mundo; el mismo que teclea en los ordenadores de los periodistas, cuyas noticias están siempre escritas antes de saber su génesis; el mismo antisemitismo que explica como, mentes ilustradas y teóricamente leídas, pueden actuar, respecto a Israel, como unos ilustres botarates. Conscientemente, hemos superado el antisemitismo religioso cristiano. Inconscientemente, es la mecha que permite el recorrido de la pólvora.
El otro gran fenómeno antisemita, enormemente dinámico y mucho más peligroso, es el antisemitismo islámico, auténtica lacra que recorre todo el paisaje musulmán, de orilla a orilla, contaminando no solo los cerebros fanatizados, sino también los de aquellos que quieren vivir en paz. Ciertamente no es un antisemitismo nuevo, perfectamente arraigado en el papel que tuvieron algunos líderes árabes en pleno apogeo nazi. Como muestra, esa bonita canción que cantaban a finales de los 30 en el mundo árabe: ?No más monsieur, no más Mister/ En el cielo Alá, en la tierra Hitler?. De entre todos los referentes filonazis, por su papel de liderazgo en los árabes palestinos, por su activismo y por su descarnada sinceridad, el podio de honor del antisemitismo árabe lo ganó meritoriamente el antiguo gran mufti de Jerusalén, Haj Amin Al Husseini, amigo personal de Ribbentrop, Rosenberg y Himmler. Al Husseini no solo convirtió en pensamiento global su famosa frase -?Alá ha conferido sobre nosotros el raro privilegio de finalizar lo que Hitler tan sólo comenzó. Dejemos que empiece la Jihad. Maten a los judíos. Mátenlos a todos ellos?-, sino que trabajó denodadamente para conseguir que fuera una realidad. Progroms contra los judíos del Mandato Británico, intento de golpe de estado pronazi en Irak, presión sobre las Indias Orientales Holandesas para que acepten el dominio japonés, incitación a las poblaciones nativas del Zagreb francés para que rechacen la ocupación aliada, exilio en Alemania, a partir de 1941, viviendo con todos los honores y con el mayor de los entusiasmo, la consagración del nazismo. Entre las muchas perlas de este personaje siniestro, queda, para la historia del horror, la presión que ejerció sobre Hitler para que no permitiera la salida de miles de judíos de Hungría. Y, por supuesto, su medalla más preciada, su intervención directa con Adolf Eichman para que no pactara, con el gobierno Británico, el intercambio de prisioneros de guerra alemanes por 5.000 niños judíos que debían ser embarcados hacia Tierra Santa. Los niños no viajaron hacia Palestina, sino hacia los campos de exterminio de Polonia. Fue en un viaje a Auschwitz donde amonestó a los guardias porqué eran demasiado ?blandos? con los judíos. También fue responsable del escuadrón ?Hanjar?, la compañía de bosnios de las Waffen SS que exterminaron al 90% de los judíos de Bosnia. Heinrich Himmler, en agradecimiento, llegó a crear una escuela especial para Mullahs en Dresde. Podría considerarse, sin embargo, que Al Husseini no representa un antisemitismo filonazi árabe, sino solo su propia derivada de maldad y locura. Pero ello no es así si se tiene en cuenta que fue un auténtico ídolo hasta su muerte (1974), que tuvo un papel relevante en los inicios de la confrontación árabe-israelí y que, miembro fundamental del clan Al Husseini (una de cuyas ramas más modestas generó otra gran nombre propio en la zona, Yassir Arafat), aún hoy su nombre inspira respeto. Es decir, a diferencia de la Alemania actual, que ha hecho las paces con su memoria negra, su culpa y su responsabilidad, el mundo árabe nunca ha hecho autocrítica con los líderes filonazis, no considera necesaria una revisión de la historia (Siria tuvo asilado como asesor de gobierno a Alois Brunner, mano derecha de Eichmann en la Oficina de Asuntos Judíos del Tercer Reich, y ello no fue nunca un problema) y ha incorporado a su sistema de prejuicios, con absoluta normalidad y convicción, el edificio de mentiras y falsedades de la propaganda goebbelliana.
Sin embargo, si el antisemitismo de corte islámico se quedara solo en su adscripción histórica al nazismo, no resultaría ser el fenómeno pujante que representa en la actualidad. Muy al contrario, el antisemitismo islámico ha conseguido aunar todas los lugares comunes de la judeofobia, desde los religiosos, hasta los sociales o políticos, y así se encuentran en alegre compañía desde los mitos infantiles del antisemitismo medieval cristiano, pasando por los político-sociales de la Orjana rusa en sus ?Protocolos?, hasta los modernos del antisionismo (entendido como combate contra el ?imperialismo) o los propios mitos coránicos. Especialmente populares son las Suras dedicadas a los judíos (?Los judíos no merecen sino el oprobio en la vida presente, y el ser rechazados en el Día de la Resurrección hacia el tormento más duro?. Sura 2, 85?). Como dice el estudioso del fenómeno Patricio Brodsky, ?el antijudaísmo en el mundo árabe alcanza el rango de sentido común?, ?ocupa un lugar central en el pensamiento hegemónico dominante ?único- en la totalidad de los países árabes, y, por la vía de la iteración de los prejuicios construida como política de Estado, va creando lentamente el consenso de que ?los judíos no son parte de la humanidad?. De ahí resulta fácil la educación masiva en el estigma, el prejuicio y el odio a los judíos. En la mayoría de los casos, ese odio va de la mano del odio a los occidentales. Al fin y al cabo, ¿no es el judío el paradigma de los valores occidentales? Películas, series de televisión ?como la que emitió, en pleno Ramadán, la televisión pública egípcia-, libros de textos, manuales antisemitas clásicos convertidos en best sellers ?entre ellos, ?Los protocolos? y el propio Mein Kampf- artículos y editoriales, prédicas religiosas? El antisemitismo está en la base de la cultura islámica actual, contamina las escuelas, la información y representa el motor del discurso político. Ello ocurre ante la indiferencia occidental, ante la tradicional y previsible pasividad de la ONU, y con la complicidad del mundo intelectual libre. No parece que nos preocupe que 1.300 millones de personas estén siendo educadas en la primera escuela del odio que es el antisemitismo. Y recordemos lo básico: enseñar a odiar a los judíos es, lisa y llanamente, enseñar a odiar.
Este antisemitismo, además, no solo actúa de forma precisa en las sociedades islámicas, sino que connota las organizaciones sociales, cívicas y religiosas, de corte islámico, que habitan en las sociedades democráticas. De hecho, es prácticamente imposible encontrar una sola Ong islámica que no sea, en su formulación teórica, radicalmente antisemita. Y muchas de estas ong´s son invitadas a congresos, se consideran solidarias y tienen un prestigio reconocido. Algunas de ellas fueron responsables del escándalo antisemita del Foro de Durban. Personalmente pude vivirlo en el último Foro social de Porto Alegre, donde el antisemitismo campaba alegremente entre discursos antiglobalizadores, épicas panarabistas, y revoluciones varias. Y no se trata solo de un antisemitismo verbal, porqué la mayoría de los actos antisemitas violentos que han ocurrido en Europa, en los últimos tiempos, han sido obra de jóvenes europeos musulmanes. El filósofo Luc Ferry, ex ministro francés de educación con Jean- Pierre Raffarin e impulsor de la controvertida pero eficaz ?ley del velo? daba estos datos de actos antisemitas en su propio país: ?el 90 por ciento de los actos de antisemitismo en Francia son perpetrados por jovencitos árabes?. Y añadía: ?esto es particularmente grave, porque se los tolera más. La gente de la izquierda siente que, de esta manera, los actos antisemitas tienen más legitimidad que si vinieran de la extrema derecha?.
Antisemitismo clásico de corte cristiano y antisemitismo moderno de corte islámico, una tenaza de difícil protección. Si a ello sumamos el antisemitismo laico, moderno, prestigioso y ?solidario? del pensamiento de izquierdas, podemos afirmar que la situación es mucho más grave de lo que resulta cómodo reconocer. Grave, especialmente, porqué a diferencia de las otras escuelas del antisemitismo, el antisemitismo de izquierdas no se reconoce como tal, niega su naturaleza e, incluso, considera una ofensa inaceptable que se considere como tal. Si la izquierda es, por antonomasia, antifascista, ¿cómo puede ser tildada de antisemita, considerado el antisemitismo como elemento genuino del fascismo? Puede, y el fenómeno, especialmente virulento en la actualidad, ni es nuevo ni resulta sorprendente. De hecho, en sus raíces, hay que buscarlo en la hostilidad doctrinal de los bolcheviques hacia el sionismo, en la época de la Rusia prerrevolucionaria, y ello a pesar de la enorme cantidad de judíos que lideraron y formaron parte de la Revolución. No es éste el espacio para enumerar la sistemática persecución judía en la Rusia de los Soviets, pero resulta evidente que las consignas del Komintern recuperaron pronto la gramática de la inveterada judeofobia rusa (alma mater de las persecuciones que crearían las primeras reivindicaciones de un estado judío propio. La Francia de Dreyfuss haría el resto?), y muy pronto estigmatizaron al sionismo como un movimiento pequeño burgués, contrarrevolucionario, peón del imperialismo británico y enemigo acérrimo de la Unión Soviética. Es cierto que existe un notabilísimo paréntesis, en la global política soviética furibundamente antijudía, que marcó el hito de la historia. El discurso de Andrei Gromyko, el 14 de mayo de 1947, en la sede de Naciones Unidas, proclamando el derecho del pueblo judío a tener un estado. ?No se puede justificar el rechazo de este derecho al pueblo judío, si tenemos en consideración todo lo que ha sufrido en el curso de la Segunda Guerra Mundial?, remataría con la solemnidad del momento. Y ciertamente se trataba de un momento solemne, preludio del sábado 29 de noviembre de 1947, el día en que, en la sede provisional del edificio Flushing Meadows, en Lake Success, la Asamblea General de la ONU votó a favor del plan de partición de Palestina por 33 votos a favor, 13 votos en contra y 10 abstenciones. Como afirma el prestigioso historiador Joan Culla, ??es muy probable que, sin el apadrinamiento soviético ?tanto o más importante que el norteamericano-, el Estado de Israel no hubiera llegado a nacer?.
Pero es un breve idilio, que no nace de la convicción ideológica y la voluntad política, sino perfectamente explicable en términos de intereses geoestratégicos: una URSS fortalecida después de la Segunda Guerra Mundial, pero sin presencia en Oriente Medio; sociedades árabes tradicionalistas, donde el comunismo no ha hecho mella, y que son gobernadas por dictaduras feudales apadrinadas por la Gran Bretaña; presión cada vez más importante de Estados Unidos contra el expansionismo soviético (se inician los tiempos de la ?doctrina Truman?); comunidades judías, en Palestina, frontalmente enfrentadas al imperialismo británico, y con muchísimos de sus miembros oriundos de Rusia, entusiastas colectivistas y mayoritariamente portadores de les ideas marxistas. Con esta suma de elementos, y con la seguridad de que la creación de un Estado judío puede ser un factor desestabilizador en el mundo árabe que agudice la hostilidad contra Inglaterra y los Estados Unidos (y favorezca la penetración soviética), Stalin toma momentáneamente partido y del 46 al 47, el paladín de la izquierda en el mundo se convierte en un ?aliado objetivo? de la causa judía en Tierra Santa. Ello no es óbice, sin embargo, para que Stalin mantenga su política antisemita en el interior de la URSS y solo hay que recordar el asesinato del Presidente del Comité Antifascista Judío, el dramaturgo del Yiddish Art Theatre, Solomon Mikhoels, y, con él, el encarcelamiento de más de 100 judíos del comité, acusados de ser ?cosmopolitas desarraigados?. Ocurre en 1948, justo el mismo año en que la URSS y el flamante estado de Israel se intercambian embajadores. Después vendrían tantos y tantos procesos antisemitas, entre ellos el famoso baño de sangre que siguió al delirante ?complot de las batas blancas? de 1953, el arresto de todos los coroneles y generales judíos, la obligación a Vycheslav Molotov de separarse de Polina, su mujer judía y el asesinato indiscriminado de escritores, poetas, científicos y dirigentes políticos de origen judío. Solo en una noche, 217 escritores yiddish, 108 actores, 87 pintores y 19 músicos, desaparecieron, engulidos en el gulag siberiano. Entre los asesinados, cabe recordar al gran escritor yiddish Peter Markish, al poeta Itzhik Feffer y al escritor David Bergelson. Sin embargo, la actitud global de la izquierda europea, al amparo de la actitud que, durante décadas tendrá la Unión Soviética respecto al conflicto árabe-israelí, no surge del antisemitismo ancestral ruso, perfectamente inserido en el ?hombre nuevo? soviético, sino de la política exterior que la URSS practicará desde casi los inicios de su relación con Israel. Los historiadores explican el ?cambio de rumbo? soviético ?casi inmediato- en su política de alianzas, fundamentalmente por dos motivos. Uno de tipo interior, la convicción de que los judíos rusos son una especie de quintacolumna al servicio del nuevo estado. En este sentido, es histórica la pletórica bienvenida que recibe Golda Meןr como flamante embajadora de Israel en Moscú, por parte de los judíos moscovitas. Y otro, geoestratégico, fácilmente explicable. Los cálculos de Stalin de una especie de ?cuña marxista judía? en el corazón de Oriente Medio, quedaron prontamente desmentidos. Israel nacía al albur de la guerra Fría, con un padrinaje compartido de rusos y americanos, necesitado del delicado equilibrio entre el dinero de éstos últimos (5 millones de judíos norteamericanos eran un seguro de vida financiero), y la sensibilidad del electorado con un 18% de votantes israelís filosoviéticos. ?El no-alineamiento y la equidistancia entre Washington y Moscú ?asegura el historiador Culla- parecían la receta ideal?, y es la que Ben Gurion tomó como propia. Después vendría la guerra de Corea, el voto israelí en el bando occidental, y la larga paranoia comunista contra el complot judío, que culminaría en el famoso Proceso Slansky, el primero en la historia del antisemitismo, después de la Shoá, que hablaría oficialmente de una ?conspiración judía internacional?, procesando y condenando a diversos judíos checos, entre ellos el Secretario General del partido, Rudolf Slansky, y condenando a Israel como ?país espía?. La proclamación del sionismo como ?enemigo número 1 de la clase obrera?, poco tiempo después, cayó como fruta madura de un largo proceso demonizador. Muerto Stalin, la política de Kruschev sería la política definitiva del bloque comunista y de la práctica totalidad de la intelectualidad de izquierdas mundial, hasta la llegada de Gorbatxov: apuesta decidida por los países árabes, incluyendo una masiva ayuda militar, alienación contra Israel en los organismos internacionales, presión en los países satélites en contra de Israel, diversas y teatrales rupturas de relaciones diplomáticas, estigmatización de Israel como ?peón del imperialismo americano?, apología de la lucha árabe, convertida en paladín del progresismo y la justicia, y apoyo, más o menos explícito, de los grupos terroristas palestinos que aparecerían prontamente. La Resolución 3376 de la ONU, aprobada el 10 de noviembre de 1975, y que condenaba al sionismo como ?una forma de racismo y de discriminación racial?, sería el punto álgido de un proceso de lenta criminalización, tan perfectamente explicable en términos de intereses geoestratégicos, como deleznable en términos ideológicos y morales. Por supuesto, representaría también la constatación del fracaso rotundo de la ONU como paladín de los derechos fundamentales. Un fracaso que había empezado a cuajarse unos meses antes, cuando un 13 de noviembre de 1974, la ONU permitió que Arafat, hablara en su Asamblea General, portando ?un fusil de combatiente de la libertad?. Es decir, aceptó como legítimo el terrorismo como método de lucha.
Todo lo que ocurre hoy en la prensa, en las Universidades, en el mundo intelectual, esa corriente de opinión poderosa que convierte al estado democrático de Israel en el país más peligroso del mundo, la misma que dibuja a un presidente elegido democráticamente, Ariel Sharon, como un personaje malvado susceptible de merecer comparaciones nazis, pero nunca juzga ningún dictador islámico; esa misma corriente que idealiza a los terroristas palestinos, pero ningunea con desprecio a las víctimas israelíes; la misma que eleva a un líder corrupto, violento y despótico llamado Arafat, en el paladín de la lucha heroica romántica (el substituto del Che Guevara en los pósters de los ex adolescentes revolucionarios, hoy convertidos en intelectuales laureados); esa misma que tiene como gurú a un premio Nobel de Literatura cuyo antisemitismo es socio fundador de su comunismo irredente, gurú que se exclama contra la valla de seguridad israelí, construida para salvar vidas, pero alabó siempre las bondades del Muro de Berlín. Toda esa corriente de opinión, políticamente correcta, inserida en el buenismo de la solidaridad y la justicia, que ha hecho el paso del Che Guevara a Arafat sin despeinarse, proviene de ese gran fenómeno histórico que se fue gestándose durante décadas de discurso antisionista, de demonización judía y de paternalismo panarabista. Aunque, como dice Alain Finkielkraut, la izquierda europea mantuvo su idilio con Israel durante dos décadas, a partir de finales de los 60, su actitud cambia radicalmente. Por un lado la URSS consigue hacer hegemónico su discurso de criminalización antiisraelí; por el otro, entre las manifestaciones contra el Vietnam y el Mayo del 68, la izquierda europea descubre el Tercer Mundo como el último reducto de la utopía contra el imperialismo; finalmente, esas masas de supervivientes de Auschwitz, socializantes y cooperativistas, se han convertido rápidamente en una potencia militar, tecnológica y científica, e Israel deja de ser David para pasar a ser Goliat. Dice Culla: ?a partir de entonces, y de la confluencia entre el tercermundismo y el comunismo clásico, nacen en Occidente una mitología, una simbología, una iconografía nuevas: al lado de los heroicos combatientes del Vietnam que, sabiamente dirigidos por el Tío Ho y el general Giap, desafían al imperialismo americano en las junglas indochinas, emergen los fedayin palestinos y Arafat, su líder, en lucha desigual contra Israel, la cabeza de puente de Washington en Próximo Oriente?. A partir de aquí, en el campo diplomático, actúa contra Israel el peso específico del bloque comunista. En el campo militar, la URSS arma una y otra vez a todos los enemigos de Israel. En el terreno de la acción violenta, los grupos terroristas de extrema izquierda establecen vínculos de colaboración con la OAP, y les dan apoyo logístico a cambio de entrenamiento en sus bases guerrilleras del Líbano. Huelga recordar, por ejemplo, la participación de los militantes de la Rotes Armes Fraktion alemana, en algunos de los más notorios secuestros aéreos palestinos. O los atentados antiisraelíes en París en el 82 del Action Directe francés, o la complicidad del Frente de Liberación de Palestina con las Brigate Rosse italianes y con el Nihon Sekigun, el Ejército Rojo Japonés que perpetra, en el 72, la matanza de 27 viajeros en el aeropuerto de Lod. Como no podía ser de otra manera, en el campo de las ideas, también se consolida el matrimonio entre la izquierda occidental y la lucha palestina, y, con vaivenes más o menos accidentados, ese matrimonio se proyecta hasta la actualidad. Tanto, que cae el comunismo pero no cae la demonización contra Israel.
Así pues, y a pesar de haber cambiado notoriamente los agentes que motivaron la crítica frontal de izquierdas contra Israel, entre ellos, la caída del bloque comunista, no solo no ha cambiado esa crítica frontal, sino que en los últimos tiempos se ha agudizado, ha crecido en solvencia y en prestigio y ha conseguido connotar el pensamiento global. Es cierto que hemos vivido momentos de menos agresividad antiisraelí, y que la llegada de Sharon al poder ha coincido plenamente con el momento álgido de la criminización contra Israel, pero también lo es que Sharon ha sido más la excusa, que la causa de dicha criminalización. La izquierda, la misma que permitió la impunidad de los dictadores de la ?libertad?, la misma que no informó de la represión en los campos de la utopía, la misma que se fue a la cama con todo tipo de monstruos, esa misma tampoco revisó nunca su actitud antiisraelí. Me dirán que, incluso siendo cierto el análisis, ello representaría un antiisraelismo feroz, pero no un antisemitismo. Es posible, y de hecho, sin ninguna duda, existen críticas antiisraelíes que no pueden ser consideradas antisemitas. Pero la creación de un estado de opinión ferozmente militante, basado en el maniqueísmo de un conflicto (situado el judío en la frontera de la maldad, y el palestino en la de la bondad), en la minimización del terrorismo, en la solidaridad selectiva, en la degradación profesional de la información y hasta en la pura mentira, es algo más que crítica a un gobierno o a un estado. Lo que ocurre con el conflicto árabe-israelí no ocurre con ningún otro conflicto del mundo, ningún otro país tiene la presión brutal que padece Israel, considerado culpable de todas las culpas; ningún otro terrorismo es considerado con el paternalismo del que disfruta el terrorismo palestino; y ninguna información sobre el mundo, está tan tergiversada y manipulada, como la que se produce respecto a Israel. Intelectuales de prestigio, periodistas de renombre, medios importantes de comunicación, pierden con Israel los papeles, el rigor y la seriedad. Recordemos a Edgard Morin y a la condena por antisemitismo del prestigioso periódico ?Le Monde?, como notable ejemplo? Pareciera que una parte de la inteligencia del mundo, cuando habla sobre Israel, no utiliza el cerebro, sino el estomago. ¿Prejuicio antisemita? En cualquier caso, un juicio previo de demonización cuyas raíces son plurales, muy antiguas, inconscientes y profundamente injustas.
Simon Wiesenthal luchó denodadamente contra el antisemitismo de extrema derecha que marcó las entrañas de Europa y escribió el capítulo más negro de su historia. Pero si algunos de nosotros, a coro con Ellie Wiesel, creímos que el antisemitismo moría con Auschwitz, ahora ya sabemos que no es así. Desde el antisemitismo integral islámico, pasando por el nihilismo destructor del fundamentalismo, hasta el antisemitismo educado, ilustrado y ?correcto? del progresismo internacional, todos los fenómenos confluyen en un renovado estigma antijudío. Y no parece que ello preocupe a la Inteligencia del mundo, mayoritariamente activa en la creación del estigma o directamente indiferente ante su concreción. La traición del pensamiento respecto al pueblo judío es triple: expulsa al sionismo de la corrección ideológica, de manera que socava las raíces mismas de la existencia del estado de Israel; expulsa a Israel y a su presidente del concierto de naciones legítimas, de manera que la sitúa fuera de la legitimidad moral; y, con todo ello, expulsa a los judíos del derecho internacional. Lo peor es que, siendo ésta actitud el resultado final de la ?solidaridad? con el pueblo palestino, no es una actitud que sirva para que dicho pueblo llegue a la paz. El principal enemigo del pueblo palestino es el terrorismo que mata en su nombre. Y, vista la perversa utilización árabe de la causa palestina, probablemente el único amigo que puede tener un es Israel. Sin embargo la izquierda y globalmente el pensamiento comprometido, ha sido tan irresponsable en su paternalismo acrítico con el terrorismo, y tan ferozmente obsesivo en su crítica a Israel, que lejos de alimentar las vías de salida, ha consolidado y alimentado todas las vías muertas.
Finalmente, en la línea de la frase de Briggite Gabriel que abría este texto, hay que señalar, como irresponsabilidad notoria, la indiferencia con que la izquierda enfrenta el fenómeno ideológico del fundamentalismo islámico. Entretenida en su obsesión antiamericana y antiisraelí, parte de la impunidad con que ha nacido, crecido y actuado el nihilismo islámico, se debe a la falta de una conciencia colectiva respecto a su peligrosidad. Han fallado los intelectuales, nuevamente? Sería largo de analizar y no es el texto para hacerlo, pero en parte tiene que ver con una izquierda que ha sido siempre antioccidental, y por tanto no tan lejana a algunas de las obsesiones que el propio islamismo integrista presenta. En cualquier caso, queda dicho que ha sido en Israel donde más y más impunemente se ha matado en nombre del nihilismo islámico, y cada víctima israelí ninguneada, ignorada, despreciada por la Inteligencia occidental, ha preparado el camino para las matanzas de Atocha y de Londres. La justificación de la ideología, en base a una causa superior, no ha ayudado a la bondad de dicha causa, pero sí ha ayudado a la maldad de la ideología. No se trata solo, pues, de antisemitismo. Se trata también de irresponsabilidad.
«Como Fausto, habría vendido mi alma por hacer un edificio. Ahora había encontrado a mi Mefistófeles. No me pareció menos absorbente que el de Goethe», dijo el famoso arquitecto Albert Speer, refiriéndose a Hitler. Con esta idea, se forjó el mito del nazi bueno, inocente a pesar de formar parte del círculo íntimo del dictador y a pesar a llegar a ser ministro de Armamentos y Municiones. ?Por encima de todo, yo era arquitecto?, repetía Speer mientras afirmaba reiteradamente que no sabía nada del Holocausto. Años después, Simon Wiesenthal, en una conversación cara a cara, le espetó: «si hubiéramos sabido lo que sabemos ahora, a usted le hubieran ahorcado en Nremberg en 1946». Speer calló y Wiesenthal añadió: ?siempre supe que tenía razón?. Hoy, en triste coincidencia con el final de mi análisis, ha muerto Simon Wiesenthal. Su lema, ?no hay libertad sin justicia?, motivó décadas de esfuerzo, de lucha y de éxito. Considero pertinente recordar, en un improvisado in memoriam su papel en la identificación de Karl Silberbauer, el oficial de la Gestapo responsable de la detención de Anne Frank; en la detención del comandante de Treblinka Franz Stangl y en la identifiación y detención de Hermine Braunsteiner, la feliz ama de casa que vivía en Queens y que había supervisado el asesinato de cientos de niños durante la guerra. Y, por supuesto, su notable papel en la identificación, detención y posterior juicio contra el aplicado responsable de llevar a cabo la solución final, Adolf Eichmann. Contemplando el juicio en Israel contra Eichamnn, Hanna Arendt escribió su famosa reflexión sobre la ?banalización del mal?, impresionada por la mediocridad y la simpleza del malvado personaje. Con ello acabo, con el homenaje a un judío luchador y valiente, que entregó su vida para perseguir el mal. Y con el recuerdo de ese mal, que lo fue tanto por malvado, como por banalizado. El antisemitismo es la escuela de la intolerancia, el prejuicio que más eficazmente ha enseñado a odiar y el que mejor ha sabido matar. Promoverlo es un crimen. Banalizarlo es una complicidad. No combatirlo es una irresponsabilidad.
www.pilarrahola.com |