Memorias de un Viaje Inesperado
Por María Rosa Lojo
En noviembre de 2004 recibí un regalo extraordinario, tanto más aún, por lo inesperado. No se trató de un objeto, sino de una experiencia, y por lo tanto no puede gastarse ni romperse. Es un luminoso “patrimonio intangible” que se ha incorporado, definitivamente, a la interioridad profunda de mi vida. Todo empezó con un llamado de Bat Sheva Weinstein, en nombre de la Embajada de Israel en la Argentina. Me comunicaba que se estaba organizando un encuentro de escritoras, y que deseaban contar con mi participación. Como otras veces en que fui convocada para eventos similares, acepté con gusto, para enterarme en seguida de que el encuentro no se haría, como era lo previsible, en Buenos Aires, sino nada menos que en Israel. Eretz Israel (o Tierra Santa, para los cristianos) había sido para mí hasta entonces, una meta lejana, sólo ensoñada, como suele ocurrir con los lugares míticos. En esos días que precedieron a mi viaje y a la muerte de Yasser Arafat, Israel parecía también, más que nunca, un destino no sólo fascinante sino también peligroso. No faltaron amigos ni familiares que manifestaran su preocupación. Como creo, no obstante, bíblicamente, que “no sabemos el día ni la hora” y que nada de cuanto hagamos modifica esa fecha escrita en un Libro inaccesible, ningún afecto bienintencionado pudo disuadirme. Emprendí, pues, la aventura, para alegrarme, en cada momento, de la decisión tomada. La primera palabra hebrea que aprendí, al pisar suelo israelí fue “Todá”: “gracias”. Fue también la última que pronuncié al partir, reconocida por llevarme conmigo no sólo obsequios y souvenires turísticos, sino sobre todo, un tesoro invisible.
ANFITRIONES Y COMPAׁERAS.
Nuestro anfitrión fue el Instituto Cultural Israel-Iberoamérica, presidido por el célebre y muchas veces premiado arquitecto David Resnik. Su director general es el embajador Herzl Inbar, que vivió en la Argentina y en España. Ambos hablaban un gratísimo castellano, y los dos nos recibieron en la cena de bienvenida, para seguir acompañándonos (sobre todo el incansable Herzl) durante nuestra estadía. A ellos hay que sumarles la colaboración de otros miembros del Instituto: Edna Livne, y Levana (¡Luna!) Angel, que también compartieron con nosotras muchos momentos. Nuestra guía constante fue Sara Fleiderman, que resultó ser una argentina de San Juan, residente, desde sus años universitarios, en un Israel casi recién estrenado. Sara conquistó merecida fama entre nosotras por dos razones: una, su impecable desempeño como guía, que para todo tuvo respuestas, y su no menos impecable presentación personal (era un placer estético verla siempre arreglada, hiciese sol o lloviese, con ropa sobria y elegante, todo al tono, hasta las alhajas, mínimas y bonitas). La otra razón era la inevitable contracara de sus virtudes: su cortés pero inflexible vigilancia ejercida también a sol y a sombra, para que pudiéramos cumplir, sin desmayos, una agenda abigarrada y apretadísima. La “tía Sara” (ése fue el alias irónico y afectuoso que se ganó dentro del grupo) nos privó de meditaciones, ensoñaciones y cualquier propensión al vagabundeo contemplativo por lugares que realmente lo ameritaban. Pero la estricta disciplina era también, hay que decirlo, la única manera en que logramos alcanzar un verdadero “récord”: un panorama histórico, social y cultural de Israel en ocho días vertiginosos. No menos excepcional era el grupo humano que el programa del encuentro se propuso reunir, como un mosaico afortunado de escrituras, naciones y temperamentos, con un indeclinable eje común: la curiosidad y la alegría del descubrimiento (aun para aquellas que ya conocían Israel) y la voluntad armoniosa de compartir y convivir. Natasha Salguero Bravo, de Ecuador; Nora Glickman, Marjorie Agosín, Rosaura Rodríguez y Norma Elia Cantú, latinoamericanas en los Estados Unidos; Marta Pesarrodona, de Cataluña, y Paula Izquierdo, española de Madrid; Ana María Rodas, guatemalteca; Silvia Cherem, de México; las peruanas Giovanna Pollarolo y Rosella di Paolo; Ilonka Nacidit Perdomo, descendiente de lejanos sefaradíes en la República Dominicana; Ana Solari, vecina del Uruguay; Belkys Arredondo Oliva y Eleonora Requena, de Venezuela; de la Argentina, Paula Varsvasky, compatriota a quien tuve el gusto de conocer gracias a esta invitación, y quien esto escribe.
RECONOCIMIENTOS
Contra todo lo que pueda suponerse, dadas las distancias, predominaron los “re-conocimientos” sobre los “des-conocimientos” y los desconciertos. Es que la tradición y la cultura judías también forman parte inextricable de la cultura argentina, enriquecida con el aporte, en todos los campos, de la inmigración de este origen. Hoy día, además, entre el flujo de retorno que mueve a muchos descendientes de inmigrantes a retornar a la tierra de sus antepasados, se hallan los hijos y nietos de judíos que ven en Israel el porvenir que la Argentina parece negar hoy a tantos de sus jóvenes. Es el caso de Rosana Sierre y Gabriel Rosenberg, que filmaron eficazmente el encuentro.
La lengua propia
Pero aún así, no esperaba encontrar, recién llegada y no bien encendí la televisión, caras y voces asombrosamente familiares en la pantalla, subtituladas en hebreo. Primer reconocimiento insólito: los televidentes israelíes disfrutan, encantados, de las telenovelas o “culebrones” argentinos y latinoamericanos en general. “Padre coraje”, uno de los éxitos del género en nuestra TV local es también muy exitosa en Israel. No sé exactamente qué entenderán los israelíes de ascendencia no argentina acerca de lo que sucede en la historia, situada en nuestros años ’40, pero el riesgo y la pasión prohibida son atractivos en todos los lugares y todos los tiempos; el caso es que les gusta y les interesa. Y a través de estas empatías, comienza a llegar, también, la lengua. Populares actores argentinos, como Gustavo Bermúdez, son los introductores de clases de idioma castellano que se imparten, asimismo, por televisión. Es presumible que muchos estudiantes “sabra” (nativos de Israel) hablarán en el futuro, un español con acento rioplatense. Este interés lingístico se confirmó en las visitas universitarias: a la Universidad Hebrea de Jerusalén, y a la de Tel Aviv. Una de las profesoras, en esta última, es la chilena Rosalie Sitman, autora de un libro sobre Victoria Ocampo y el grupo Sur que ha sido publicado recientemente. Pude confirmar, una vez más, que el mundo es chico, porque Rosalie me había estado esperando: estaba al tanto de la aparición, a principios de 2004 de mi novela “Las libres del Sur”, también sobre Victoria Ocampo, y había leído, por Internet, críticas y notas sobre el libro. El feliz encuentro se prolongó, días más tarde, en un café de Tel Aviv, junto con Marjorie Agosín. Gracias a Rosalie supimos que el español es la primera lengua extranjera enseñada en la Universidad, que hay allí un activo Instituto de Historia y Cultura de América Latina, y doctorandos en temas españoles y latinoamericanos. Hoy –insiste Rosalie- los hijos de los mismos inmigrantes de nuestras latitudes, que al principio abandonaban su idioma con la idea de integrarse mejor a su nuevo entorno, quieren recuperar la lengua de sus padres. En la Universidad Hebrea de Jerusalén siguen los encuentros y reencuentros: Florinda Goldberg (mi corresponsal electrónica), Myrna Solotorevsky, a quien encontré por primera vez hace años en Buenos Aires, Leonardo Senkman, conocido por lecturas, todos ellos del Departamento de Estudios Españoles y Latinoamericanos. Myrna promueve un debate -que se desarrrolla como una discusión socrática, durante la comida- sobre el lugar de las escritoras en la literatura actual, especialmente en las nuestras. Hay mucho para decir, y el eje pasa por las inevitables diferencias en el punto de partida de escritores varones o mujeres. Nosotras contamos, como bien lo recuerda Marta Pesarrodona, con pocas “antepasadas literarias”. Generalmente los varones “nos han escrito” a lo largo de la historia, y eso determina también un punto de vista distinto frente a una tradición abrumadoramente masculina. De ahí, tal vez, que las voces femeninas sigan siendo percibidas, desde el enfoque “canónico” como marginales, aunque nada tengan que ver, en esta situación “lateral” los valores estéticos. Por fin, no se puede dejar de mencionar, ya que de “lengua propia” hablamos, al excelente periódico Aurora, “decano de la prensa israelí en castellano”, dirigido por el argentino Mario Wainstein, y donde escribe la periodista, también argentina, Chiquita Levov, que nos entrevistó. Gran amigo de Ernesto Sábato (que lo nombró, levemente camuflado, en Abaddón, el Exterminador) Wainstein tiene una mirada crítica, pero esperanzada, con respecto a la transformación de Israel en un estado laico, capaz de convivir con un futuro estado palestino. Las mayorías israelíes están convencidas –afirma- de la necesidad de la paz.
Traducciones de ida y vuelta.
La traducción, del hebreo al castellano, y viceversa, es una constante de todos los encuentros. Contamos con la presencia, casi constante, de un notable escritor, traductor, y siempre bien dispuesto conferencista: Ioram Melcer, que a poco de nuestra llegada, en la misma casa de Shai Agnon, nos introdujo en la obra del premio Nobel israelí. Hay traductores experimentados, como Melcer, o Tal Nitzam Kerem (mencionada varias veces, pero no presente en el encuentro) y otros muy promisorios en activa formación (Uri, en la Universidad de Tel Aviv). Existe un instituto de traducción, estatal (The Institute for the Translation of Hebrew Literature) donde participamos de un encuentro con escritoras israelíes de lengua hebrea. El catálogo de autores, y los logros del Instituto en cuanto a la difusión internacional de sus obras, son, simplemente, apabullantes... También lo es la capacidad de lectura y asimilación de novedades del pueblo israelí. Contra lo que podría pensarse, los problemas políticos no son temática novelesca predominante o subordinante. La vida familiar y amorosa, el matrimonio y sus conflictos, la lucha por la realización personal (y desde estos núcleos el paisaje entero de la vida en Israel, guerra incluida), son más bien los asuntos preferidos, tanto en la literatura hebrea escrita por varones como por mujeres. Tal el es caso del muy conocido escritor A.B. Yehoshúa (entre sus obras más difundidas Divorcio tardío, Viaje al fin del milenio) y de escritoras muy populares en Israel, como Zeruya Shalev, autora de novelas como Vida amorosa, o Marido y mujer. Entre las escritoras traducidas y premiadas que hemos conocido, cabe nombrar a Orly Castel- Bloom, Judith Katzir, Ruth Almog. No puedo dejar de mencionar el caso que, por su rareza, más interés despertó en nosotras: se trata de Hannah Bat Chana (si mi imperfecta transcripción no falla) perteneciente a una estricta comunidad ortodoxa que debe guardar bajo seudónimo y en riguroso secreto su “doble vida” literaria. Nos conmueve, nos cuesta entenderlo. Pero Hannah no está dispuesta a renunciar ni a su familia (un marido rabino prestigioso y cinco hijos) ni a su exigente tradición religiosa ni a la literatura. Sigue así manteniendo un riesgoso y difícil equilibrio, que sin embargo, por lejano que hoy nos parezca, es el mismo que luchaban por sostener muchas predecesoras latinoamericanas del siglo XIX y principios del XX: escudadas tras un seudónimo (normalmente masculino), resguardadas, tras él, de una exposición pública que la sociedad de entonces percibía como “antinatural”, casi obscena, cuando de mujeres se trataba. Por otra parte, algunos latinoamericanos van entrando al mercado israelí. Se trata –como suele suceder- más de escritores que de escritoras: Tomás Eloy Martínez, Ricardo Piglia, entre los argentinos. Nos quedan mutuas deudas pendientes: son muy pocos los autores israelíes publicados en Argentina y a la inversa. El mercado español peninsular tiene sin duda, otro poder económico, y otra fuerza, pero hoy día los libros europeos son inalcanzables, por su costo, en América Latina. No obstante, las afinidades que señala la argentina-israelí Noga Tarnopolsky (también conferencista en la casa de Agnón) entre literatura hebrea contemporánea y literatura latinoamericana, nos hacen pensar que el puente de la traducción se seguirá extendiendo. Ambas literaturas comparten, insiste Noga, la capacidad de escribir lo “anormal” o “extraordinario” (para la visión europea) en forma totalmente natural. Para Ioram Melcer, por su parte, el Talmud ha sido y es una fuente inagotable de lo que se ha dado en llamar “realismo mágico”.
El judío más famoso de la historia gallega.
Si bien llegué a Israel en una convencional línea aérea y no en una alfombra voladora, los efectos del viaje fueron, en muchos sentidos, mágicos. Una tras otra iban apareciendo en mi camino las imágenes legendarias que me alumbraron la infancia. Hora tras hora cada nombre, cada piedra, me remitían a nombres, colores y sueños ligados a mis más antiguas memorias de lectura, a relatos escuchados de niña, a las vicisitudes de la memoria familiar. No soy judía (aunque, como hija, nieta y tataranieta de españoles, no es improbable que algunos de mis antepasados, maternos o paternos, lo hayan sido). Pero sí soy hija de una diáspora: la de la Segunda República, después de la Guerra Civil. Y también hija de un pueblo: el gallego, que en la Argentina puede competir ventajosamente con el judío en cuanto a ser blanco favorito de los chistes étnicos, y que, con proverbial obstinación, bajo la dominación castellana y la miseria económica, conservó una cultura y una lengua. La lengua de los trovadores, la primera lengua culta de la Península Ibérica, que luego, expulsada de los libros, las escuelas, las leyes, sobrevivió en las aldeas y las plazas, como lengua del pueblo, hasta su espléndido renacimiento literario de la mano de Rosalía de Castro, en la segunda mitad del siglo XIX. Si el reinado de los Reyes Católicos supuso para los judíos no conversos la penosa migración de Sefarad, para Galicia supuso la pérdida de sus clases dirigentes propias, y el tránsito a un estado de subordinación respecto del poder central que se prolongaría, también, durante siglos. Por lo demás, judíos y gallegos tenemos algo más en común, que para Galicia ha sido fundamental: un eje constructor de su propia historia, y también de la historia europea. Goethe no exageraba cuando dijo que Europa se hizo peregrinando a Santiago.
Todo comenzó en el Puerto de Jaffa, según nos dicen, el más antiguo del mundo. Esa Jaffa que hoy es Yafo, en Tel-Aviv, y cuyo nombre fulgura, también, en la Puerta del mismo nombre, en Jerusalén. Hacia el año 44 d.C., los restos del apóstol Santiago el Mayor, oriundo de Betsaida, que había predicado en España la naciente fe cristiana, fueron embarcados por dos de sus discípulos. Dice la crónica: “Empezó a surcar la mansa, tranquila y plateada superficie de las olas, desviados de Scila y Caribdis. Gobernándola la mano del Señor y navegando con próspero viento y la más apacible tranquilidad llegaron a Iria, puerto de Galicia.” Santiago iba a convertirse así en el judío más famoso de la Historia gallega. Vivió su breve e idealista vida mortal en su nativa Judea, y su inmensa inmortalidad, que ya lleva casi dos mil años, en una tierra de marinos y pescadores de donde hasta ahora no se ha movido, y que debió de resultarle hospitalaria. Galicia, puesta bajo su protección, es, como ningún otro pueblo de la tierra, el pueblo de Santiago, que hoy reposa en el centro de la bella catedral de Santiago de Compostela, así llamada en su honor. Está en buena compañía. En el Pórtico de la Gloria, una de las obras maestras del arte románico, se alinean patriarcas, reyes, reinas, jueces y profetas de Israel, para recordar a los miembros del pueblo de Santiago su parentesco profundo con el pueblo del Libro, la continuidad de los dos Testamentos, quiénes son y de dónde provienen.
Otras familiaridades e increíbles “encuentros cercanos” del mejor tipo.
No sólo Jaffa, sino también el Santo Sepulcro, el Mar de Galilea, el Mar Muerto, Cafarnaún, Tabgha, el lugar donde Jesús predicó el Sermón de la Montaña, los huertos de Ein-Gadi (o Ein-Guedi), el Monte de los Olivos, el Muro de las Lamentaciones, el Monte Carmelo, el Desierto de los eremitas, pasaron, de los papeles y los recuerdos a la concreta realidad de la mirada. A veces resultó extraño, y hasta irónico, el tránsito entre esa mirada inmediata y la historia antigua de la imaginación. El Santo Sepulcro fue, creo, el ápice de ese extrañamiento contradictorio. No existe repertorio de lugares y elementos sagrados más valiosos para la cristiandad: la piedra donde depositaron el cuerpo de Cristo, lo lavaron y lo ungieron, al bajarlo de la Cruz, la roca del Gólgota, el Sepulcro mismo: objeto (objeto religioso, al menos) de las Cruzadas, inspiración del arte y la literatura occidental durante siglos, referente de todos los sepulcros venerables y todas las cruces de todas las iglesias. Sería lógico pensar que ese sanctasanctórum tendría que estar en un sitio de difícil acceso, y que debiera llegarse a él sólo a través de complicadas mediaciones y antesalas. Al menos, ésa es la puesta en escena que prepararía cualquier director de Hollywood, y es la que, con más refinamiento, ha preparado, durante siglos, toda la cultura cristiana, a través de los dilatados y espléndidos meandros de las letras, la pintura, la escultura, las catedrales. Sin embargo, el camino hacia él pasa aquí por las callecitas medievales y populares del Mercado de Jerusalén –típico mercado oriental impregnado de olores y colores- y todos los íconos y reliquias que han desencadenado peregrinaciones y guerras, lejos de guardarse en un templo comparable a las catedrales de belleza desmesurada –Burgos, Kצln, Salamanca, Chartres, y tantas otras del mundo cristiano— se halla en una iglesia de modesta altura y exterior de líneas simples, donde nada puede tocarse después de un trabajoso acuerdo logrado entre los diversos sectores cristianos de la Ciudad Santa. La escalera que se ve debajo de una de las ventanas superirores y que ahí está desde hace décadas –dice nuestra guía-- es testimonio de ese “congelamiento”. Quiero creer que a Jesús, que predicaba en los espacios públicos y era amado por la gente más sencilla del pueblo, no le disgustarían, después de todo, ni la iglesia, ni su ubicación, en el centro mismo de la vida cotidiana. La basílica de fachada románica, destruida y reconstruida varias veces, es reposada y oscura, pero brilla de todos modos, cargada de oros y pigmentos, repleta de íconos, lámparas e incensarios, al estilo del cristianismo de Oriente. Cinco confesiones cristianas, la ortodoxa griega, la católica romana, la siria, copta y los jacobitas, una pequeña comunidad religiosa siria, custodian la iglesia; sin embargo las llaves, para evitar disputas internas, las guarda una familia islámica.... Dentro de una de las capillas está el Santo Sepulcro mismo, precedido de una piedra depositada tras una vitrina, que es, se supone, la que sellaba el ingreso a la tumba. No hay nadie, fuera de nosotras, en la basílica. Entro al Sepulcro, donde caben unas tres o cuatro personas. Una compañera me toma una foto, sentada sobre la piedra tumbal. No puedo creer que sea yo la que toca esa piedra con las manos y el cuerpo, la que ha encendido una vela como súplica y homenaje. La inverosímil familiaridad de ese contacto me trastorna. Tengo la rara sensación de estar cometiendo, a la vez, un acto de veneración y de sacrilegio. Me repele (y me sucederá muchas otras veces a lo largo del viaje) todo lo que hay de grotesco y de pueril en la obstinación humana por llevarse alguna huella tangible de lo sagrado: la foto a la que no me puedo resistir, o los frasquitos de presunta agua del Jordán o de óleo, o las estampas, retablos y recuerdos de todo tipo que se comercian afuera y en todas partes, y que no compraré, colocada, como lo he estado toda mi vida, entre un fuerte sentimiento religioso individual y personal, y un obstinado rechazo –en parte heredado de un padre agnóstico y socialista— a toda forma de fetichismo supersticioso y a las instituciones clericales que fomentan esas conductas. Sin embargo, comprendo también, más que nunca, la elemental necesidad humana de aferrarse a esas huellas.
Si el Sepulcro guarda la memoria de los restos mortales y los símbolos de la Resurrección, en Galilea, en cambio, está la memoria de la vida viva, en el reino de este mundo: Jesús y sus discípulos, pescadores de peces y de hombres. Cafarnaún, la ciudad de Pedro, con los restos de casas (incluso la casa del Apóstol) y de una sinagoga en piedra caliza. Tabgha, donde Jesús repartió, sin límite, los panes y los peces. Un escenario ondulado y verde, conjunción feliz de agua, cipreses y palmeras, que cualquiera de los contemporáneos de Jesús, o él mismo, pudo haber recorrido en el bote de dos mil años, rescatado y reconstruido, que se guarda hoy en un museo de la zona. Es fácil creer que de noche se ven sombras en el bote, que los muertos vuelven a pescar en las aguas siempre dulces, y que algunos vivos vienen a escucharlos y confían, a pesar de todo, en que el mismo Dios que cuida de los lirios del campo y de las aves del cielo, protege de la intemperie, del sin sentido y del vacío los destinos de los hombres.
Así como el vergel de Galilea invita a la confianza y a la fe, el desierto aparentemente amenazante invita a la penitencia y a la meditación, y no provoca sin embargo temor. Ese desierto tremendo, omnipresente, que nos quita el aliento en el camino hacia el Mar Muerto, en la ruta de Massada, también era refugio vedado al extranjero, lugar seguro donde preservar vidas humanas y sagrados pergaminos. En el desierto estaban las cuevas de Qumram, que no llegamos a ver, pero de las que nos ha hablado, como si las viéramos, Adolfo Roitman en el Santuario del Libro. Al desierto se va para escuchar más nítidamente la voz divina. Y eso sí podemos entenderlo, desde siempre, los habitantes de la Pampa fértil, que no es menos solitaria: “La soledad, hijo mío, es la gran escuela. Dios no habla sino al hombre que está solo. En el momento en que el hombre va a mezclarse con los otros, no escucha otra voz que la de su propio deseo, la voz de su voluntad, ¡y ciertamente que así es, a menudo, bien desdichado!” (Eduarda Mansilla, Pablo, o la vida en las pampas). Por algo, entre los muchos símbolos presentes en el magnífico diseño de la Suprema Corte de Justicia, está un patio interior, figura del desierto, donde los jueces se retiran a meditar sus decisiones.
Es interesante destacar que, mientras el pueblo judío se aferra, hoy como siempre, a todo símbolo de espera y escucha de lo divino, de sabiduría y reverencia, va dejando de lado los que implican, como Massada, resistencia suicida. Las generaciones más jóvenes –dice Sara Fleiderman-- no ven en Massada tanto un emblema épico, cuanto un emblema de loco heroísmo, donde algunos tomaron una decisión fatal, por todos y por todas las demás. La vida, por dura que sea, siempre es mejor que la muerte. Aun la esclavitud, y eso lo sabe desde su historia profunda el pueblo hebreo, no llega a quebrar la intimidad espiritual de los seres libres.
“Racimo de flores de alheña en las viñas de Ein-gadi, es para mí mi amado” “Tu cabeza encima de ti, como el Carmelo; y el cabello de tu cabeza como la púrpura del rey suspendida en los corredores”. Estos nombres fabulosos del Cantar de Cantares, modelo de la más alta poesía mística y erótica, estaban ahí, a unos pasos. Almorzamos en el Kibbutz de Ein-Gadi, vimos las flores y las viñas, las huertas, las palmeras. En el Mar Muerto nos sumergimos en el agua medicinal más densa de la tierra y nos pusimos lodo del cuello a los pies para luego bañarnos nuevamente. Descubrimos, en el cuerpo, el secreto, ancestral parentesco, que liga los rituales de curación, de purificación y de belleza. Apenas un poco antes, desde las alturas de Massada, entre las ruinas de los baños romanos, los cristales de sal y el azul celeste contra las montañas apenas coloreadas de rosa, ya nos habían herido la mirada. Pisamos, ya en Haifa, el Monte Carmelo, sagrado para cinco religiones: judíos, musulmanes, drusos, cristianos y ba’ hais, donde el profeta Elías instó a los hebreos a elegir entre el Baal y Yahveh. Hoy el monte está poblado y edificado, hay santuarios y monasterios, y en la cara norte, los jardines Ba’Hai descienden hacia la avenida principal de Haifa en terrazas escalonadas. En Haifa visitamos también las ex colonias alemanas (siglo XIX), convertidas en barrios de moda, de la persistente y legendaria Orden de los Templarios.
Estar en casa.
La llegada a Jerusalén, la Rubia, después de un vuelo agotador, compensó todos los esfuerzos. En plena tarde, con una luz casi líquida –un óleo dorado que hacía brillar las piedras— el apelativo de la ciudad se justificaba completamente. La amiga y poeta danesa Pía Tafdrup, antaño huésped del lugar, me había anticipado algo de lo que me esperaba en Mishkenot Sha’ananim, pero la realidad superó las expectativas. En estas “Casas de la Paz y la Tranquilidad” se han alojado los invitados más ilustres, desde Rubinstein a Arthur Miller, desde Graham Greene a Simone de Beauvoir, lo que ya es bastante para abrumar a cualquiera. Sin embargo, en la exquisita sencillez de ese edificio de piedra (el primero construido fuera de la muralla de la antigua Jerusalén por el filántropo Montefiore) tuve enseguida la clara sensación de hallarme en casa propia. Me instalé en el departamento que se me asignaba con la naturalidad de quien regresa y se siente contenido y protegido. La noche de mi llegada, confusamente, soñé con ángeles. Nada extraño, por cierto, en un lugar como Jerusalén, y creo que ellos me acompañaron durante todo el viaje. Al regresar a esta otra casa que habito, a tantos miles de kilómetros, pude escribir el poema:
“Los ángeles de Mishkenot Shaananim”
En las Casas de la Paz de Jerusalén, donde hay un molino y el cielo tiene cúpulas, te visitaron los ángeles. Llegaron en moto, levantando resplandores por las calles de piedra. Usaban jeans y zapatillas de colores y guardaban las alas, como un secreto, bajo las camisetas de algodón. Creíste reconocerlos. Ellos, al menos, te conocían bien. Te llamaron por tu nombre, te hablaron en la lengua de tu madre. Te fuiste con ellos a ver la ciudad, casi sin sorprenderte. Supiste que eran ángeles sólo cuando las motos se levantaron del suelo, y las alas se desplegaron para que volases con ellos. No te espantes, no temas, te dijeron; somos Gabriel, Miguel y Rafaela, los ángeles de Mishkenot Shaananim. ¿Cómo puede ser esto?, les respondiste. ¿No hemos estado todos la semana pasada en Buenos Aires? ¿No hemos caminado juntos por otras calles? No te espantes, no temas, te dijeron --y las ruedas sacaron chispas a las escalinatas---Esta es la Casa de la Bienvenida, el espejo de los pueblos, el consuelo de los tímidos, la alegría de los solitarios. Esta es la Casa donde nadie es extranjero. Aquí los ángeles tienen las caras de tus amigos, te llaman por tu nombre, te hablan en la lengua de tu madre.
A la vuelta, no más, hay un molino, y la vieja carroza en la que Montefiore peregrinaba por Palestina. Y hay una fuente de los leones, bajo la cual Natasha Salguero me tomó una foto, y hay bancos y piedras que llevan el nombre de sus donantes, amigos de Jerusalén. Y desde la ventana del restaurante donde desayunamos se ve la cúpula de la Iglesia de la Dormición, los árboles dulces contra la montaña áspera, y la luz que deslumbra y deslumbra.
MֱS ALLֱ DE LOS NMEROS.
Hay, en Jerusalén una experiencia singular que no puede contarse entre las familiaridades, aunque su asunto sea, desdichadamente, familiar: se trata de Iad Vashém, el Museo de la Shoah. Si algo impresiona, por sobre todas las cosas, en este lugar donde arde siempre un fuego de memoria y homenaje es la transformación de los números de las estadísticas en seres con nombres, apellidos, edades, cuerpos que imaginamos claramente. El zapatito de un niño hallado en un campo de concentración y luego el tránsito por una oscura galería donde las lucecitas que se encienden, parpadeantes, y los nombres que se pronuncian corresponden a otros tantos niños muertos de la misma manera, logran este efecto con una fuerza de apelación extraordinaria.
MֱS ALLֱ DE LOS ESTEREOTIPOS Y PREJUICIOS
Un mundo políglota y multicultural.
Todo el que piense encontrar en Israel un mundo limitado y exclusivo, monoracial y monocultural, un coto cerrado para judíos religiosos, se equivocará seriamente. De sus siete millones de habitantes, hay 1.300.000 israelíes de cultura árabe, de los cuales 1.000.000 son musulmanes. De los 300.000 restantes, 200.000 son cristianos y 100.000 son drusos. Los idiomas oficiales, enseñados en la escuela, son el hebreo, el árabe y el inglés. Dentro de los israelíes judíos el panorama étnico es muy variado. Como tenemos ocasión de comprobarlo –una vez más- en el Museo de la Diáspora, el concepto de judaísmo no es racial, sino cultural. Fotografías de todo tipo de judíos, provenientes de las más diversas partes del mundo, nos recuerdan esa realidad: desde los nórdicos centro europeos, hasta los eslavos o los negros etíopes, o los antiguos judíos de Sefarad. La legislación inmigratoria en Israel permite además que todo individuo de ese origen que desee habitar como ciudadano pueda hacerlo. De ahí la llegada masiva de latinoamericanos, de rusos, de africanos, que se integran al tejido de la joven sociedad israelí con sus tradiciones locales y su particular aporte étnico. Aunque el Estado judío aún no es laico (tanto el partido laborista como el secular sionista liberal están luchando por conseguirlo) no todos los judíos son ortodoxos. En realidad el sector ortodoxo, aunque políticamente influyente, es una minoría (un cuarto, nos dicen, de la totalidad de la población judía). Por lo demás, el sionismo tradicional mantiene una fuerte línea laica. Hay aquí un nudo de conflicto y una tensión: los religiosos esperaron, ab initio, que los laicos se convirtiesen a otro compromiso con la fe, y los laicos, que los religiosos cedieran en sus posiciones. No todos, hoy, consideran positivo el acuerdo hecho por Ben Gurión con el sector más ortodoxo. Tampoco los laicos, o los religiosos moderados, parecen dispuestos a sustentar indefinidamente el modo de vida de la población ultraortodoxa, ya que el estado subsidia a los varones dedicados al estudio bíblico, mientras las mujeres, recatadas y prolíficas, realizan trabajos, en general poco calificados, de enseñanza elemental o administración. Las pautas rígidas de las comunidades ortodoxas hacen que algunos de sus jóvenes, aun al costo de la desintegración familiar, prefieran otro tipo de inserción social. Si deciden salir de su comunidad, el Estado les ofrece asistencia para reinsertarse afuera. El espectro en suma, varía desde la ultra ortodoxia hasta los judíos totalmente seculares, no observantes, aunque identificados con una tradición cultural heredada, pasando por los tradicionalistas, que, como suceder con quienes pertenecen a otras religiones en los países occidentales, cultivan la fe, y la observancia de algunas prácticas religiosas sin adscribir a una idea teocrática de la sociedad. La convivencia entre estos sectores no siempre, es, desde luego, armoniosa y pacífica. Los ultraortodoxos no dejan de manifestar su repudio cuando los simplemente observantes o no creyentes, no se comportan de acuerdo con las pautas que los religiosos extremos obedecen. El “recato” femenino, tal como sucede en el mundo islámico, es una de esas pautas en cuestión, si no la fundamental. Alguien cuenta la anécdota de una universitaria judía que fue insultada y hasta apedreada en un barrio ultraortodoxo de Jerusalén, por llevar la cabeza descubierta. La vida juvenil universitaria –nos dicen-- florece mejor en el aire más libre de otras ciudades, y los estudiantes suelen preferir Tel Aviv, la ciudad nueva, la “Colina de la Primavera”. Pero tanto en Jerusalén como en Tel Aviv hemos visto mujeres con la cabeza tapada: musulmanas con chales o pañuelos, judías con peluca o con gorra. No puedo evitar un pensamiento irreverente: la Lima colonial, en nuestra América del Sur, era justamente, la legendaria ciudad de las damas “tapadas”, con espesas mantillas, con rebozos que apenas dejaban atisbar los ojos orientales, casi siempre oscuros. Pero no lo hacían, claro, por pudor, sino para pasar inadvertidas en sus intrigas políticas, o, en los más de los casos, en sus aventuras amorosas.... Por nuestra parte, no nos toca enfrentar ninguna situación desagradable. El frío y la lluvia que recurre nos han hecho cubrirnos escrupulosamente. Ante una pregunta, Sara nos inspecciona y declara que podemos quedarnos tranquilas: aun para los más exigentes, todas cumplimos el ideal de la “modestia”.
Pluralidad política.
La visita a la Knesset, o Parlamento, donde tuvimos oportunidad de ser recibidos por representantes de los tres partidos políticos, y preguntarles cuanto quisimos, no hizo sino confirmarnos en esta impresión de complejidad interna. Sin duda, fue Colette Avital, una mujer lúcida y culta, diputada del Laborismo, la que conquistó nuestra unánime simpatía. En algo acuerdan con el Likud, o partido oficial: la necesidad de retirarse de Gaza (aunque ésa no es la opinión, a título meramente personal, del diputado del Likud que nos habla). El partido de Sharon, por su parte, está dispuesto a conceder que la ubicación de los asentamientos pudo haber sido equivocada. Pero Avital va más lejos. Insiste en la existencia de un 80% de israelíes preparados para aceptar un estado palestino. Defiende la socialdemocracia como modelo político económico, los derechos políticos para todos los palestinos en Israel y la necesidad de atender a los sectores más débiles (de ahí la oposición de su partido a la supresión de beneficios sociales propulsada, en ese momento, por el Likud). Por otro lado, discretamente feminista, confía sobre todo en las mujeres como gestoras activas de la paz. Si fuese por ellas –aventura— la paz ya se habría pactado. Por su parte, contribuye promoviendo congresos y encuentros entre mujeres israelíes y palestinas encaminados a lograr este fin. Eti Livni, representante del tercer partido (más pequeño) secular, sionista y liberal (el Shinui), proclama por su parte la necesidad de separar la ley religiosa y los actos jurídicos del Estado civil.
Formas de la pluralidad espiritual.
El “Alma College” en Tel Aviv es una institución única en su género que representa una respuesta alternativa ante inquietudes que aún no hallan satisfacción en las Universidades de Israel (y temo que en ninguna universidad del mundo). Se trata de un centro académico de estudios espirituales abierto a todas las tradiciones, donde culturas y religiones se ponen en contacto interactivo. No se trata sólo, o no se trata en absoluto, de enseñar meros “contenidos” al estilo enciclópedico, sino de fomentar en los pequeños grupos de discípulos, guiados en su avance por un maestro, al estilo rabínico, una experiencia de crecimiento y transformación espriritual. Se parte de una serie de “preguntas clave” para buscar respuestas desde todas las perspectivas. La idea no es hallar soluciones hechas, respuestas definitivas, sino enfrentarse a la propia profundidad en una experiencia que involucre la personalidad total. Se nos da un ejemplo práctico de clase que no olvidaremos, mediante la lectura y comentario de textos de poetas hebreos contemporáneos. Uno de ellos, Poema a Tamar, de Yehuda Amihai, me evoca las bellas audacias de nuestro Oliverio Girondo: “Tus ojos están calientes todavía como camas/ el tiempo se acostó en ellos.// Tus muslos son dos dulces días de ayer,/ yo voy hacia ti. //Todos los ciento cincuenta salmos/ gritan a la vez.// Mis ojos quieren fluir uno sobre otro,/como dos lagos contiguos.// Para contarle uno al otro/ todo lo que vieron.” Otro, me muerde amargamente, recordándome que Abel, asesinado por su hermano, no tuvo descendencia. Que todos los seres humanos somos, por lo tanto, hijos de Caín.
Beit Hagefen.
La así llamada “Casa de la Vid” encarna, en un centro de arte y cultura situado en Haifa, el difícil ideal pacifista y pluralista. Haifa es, desde luego, la ciudad de la convivencia. De sus 275.000 habitantes, 40.000 son árabes (75% cristianos) que ejercen en su mayoría profesiones liberales o son docentes o funcionarios. Beit Haguefen es el primer centro árabe judío de Israel (data de 1963) y hasta ahora ninguna Intifada, ninguna bomba, ninguna amenaza ha podido impedir su funcionamiento ni la confianza mutua de los árabes y judíos que participan de sus actividades. No quiere decir esto que se nieguen los conflictos. La violencia está presente, con áspero dramatismo, y está presente, también, el derecho incontestable a exponerla y a exponerse. Basta ver, en la exposición sobre “Juegos y deportes” (incluidos los juegos políticos) un impresionante autorretrato fotográfico de una joven artista palestina, con inscripciones sobre la cara y guantes de boxeo. Basta ver, también, espectáculos como el que presentó el ballet Yasmín Godar, en Tel Aviv, con su cruce despiadado de amor y odio, su combate de todos contra todos, crispado en movimiento, gesto, grito. El director del centro, Motti Peri, locuaz y frontal, no calla nada, por su parte. No vacila en calificar como “uno de los políticos más estúpidos del mundo” al alcalde de otra ciudad (la ciudad natal de un líder palestino) que le negó a éste el derecho de visitarla. Elogia, por otro lado, la actitud compensatoria del alcalde de Haifa, que, por el contrario, invitó al palestino como huésped oficial. Salimos con una impresión compartida, y un deseo: “Si todo Israel fuera como Haifa, si en todo Israel se viviera como en Haifa”. Sin embargo, no es una meta imposible. Haifa existe.
Los drusos.
Una de las sorpresas que nos deparó el viaje fue, sin duda, el conocimiento de los “drusos”: un pueblo árabe, de antiquísima historia y con una religión minoritaria, original y propia. Entre ellos se cuentan hoy embajadores, funcionarios, profesores, artistas, jefes militares. En general son leales al Estado de Israel y, si mantienen esta lealtad, reciben a cambio plenos derechos civiles y políticos y respeto para la práctica de su religión, algo que no les ha sido siempre fácil. Por el contrario, se trata de una minoría perseguida que ha luchado secularmente por mantener su autonomía y sus creencias. Han sido y son aún, duros guerreros, que prefieren la vida en las montañas, donde les ha sido posible atrincherarse y defenderse con mayor eficacia. Conocemos la aldea drusa de Osafia, donde se nos ofrece una comida tradicional, servida en mesas pequeñas, con muchos platos y múltiples sabores (entre ellos dulces dulcísimos) y un pan exquisito que hemos visto amasar y cocinar a la entrada. Edna Livne nos miente descaradamente para que disfrutemos sin culpas los dulces, asegurando que “no engordan para nada”. A esa altura importa poco. La miel, las especias y el hojaldre que se nos deshacen en la boca, bien valen unas “culpas” y unos gramos de más. Mientras comemos y luego tomamos el café a la turca (o a la drusa) escuchamos relatos de varias clases. Entre ellos, una exposición sobre la religión y cultura, a cargo de una figura patriarcal de la aldea. Aprendemos así que los drusos son monoteístas y creen en la reencarnación, de manera tal que no hay entre ellos ni grandes duelos por las muertes (porque el alma emprende en seguida su viaje hacia otro cuerpo) ni grandes alegrías por los nacimientos (porque alguien está recibiendo el alma de un ser amado que han perdido otros). Se nace druso, lo mismo que se tiene un color de piel o de ojos o un nombre de familia. No existen pues las ideas de conversión ni de proselitismo. Los matrimonios son en ese sentido “endogámicos” y aun hoy, un matrimonio mixto le valdría al contrayente druso el ser expulsado de su comunidad. La familia es monogámica y aunque las mujeres tienen, en teoría, derechos similares a los de los hombres, en la práctica les ha costado muchísimo (y les cuesta aún) hacerlos efectivos. Los drusos tienen sus propios libros de religión y de sabiduría, sus líderes espirituales y sus profetas. Se cuentan entre sus preceptos (la realidad parece algo más laxa) no fumar ni beber ni comer carne de cerdo. No queman los cadáveres, los entierran, unos sobre otros. Los hijos, varones y mujeres, viven con sus padres hasta que se casan, y como suele suceder en las comunidades orientales, la madre, influyente y respetada como tal, es el centro de la familia, lo que compensa de algún modo su falta de participación en los espacios públicos. Esta participación, no obstante se va acrecentando. Así lo manifiestan dos señoras invitadas a conversar con nosotras en el almuerzo. Una de ellas es la primera maestra de la comunidad, gracias a un padre progresista que, contra la oposición de casi todo el mundo, decidió mandarla a estudiar. Así hizo el secundario en un internado católico de Nazareth, y luego, con gran esfuerzo, cursos universitarios. Siguiendo el ejemplo del pionero, los demás padres de la aldea comenzaron también, lentamente, a dar estudios a sus hijas, y hoy casi todas las muchachas del pueblo son maestras. La otra de estas damas, esposa de uno de los embajadores drusos, sólo pudo comenzar estudios, también de magisterio, después de casada. Ambas son madres de familia. Hoy día, según lo que nos ha dicho Motti Peri en Beit Haguefen, hay más estudiantes drusas mujeres que varones en la Universidad de Haifa. Poco después tendremos la inapreciable oportunidad de conocer por dentro una casa drusa, cuyo dueño es profesor universitario y reconocido poeta. Se trata de Naim Harayde, a quien encontramos primero en una cena sabática del Kibbutz Guinosar junto a una gran poeta judía, Sabina Messeg, descendiente de sefaradíes. Todos estamos invitados a la casa de Harayde a la tarde siguiente. El salón es un lujo y una confusión para la vista, incapaz de abarcar todo lo que se presenta: muebles orientales de trabajada marquetería, espejos, cortinas que no cubren ventanas, sino, como una suerte de tapiz, la parte más alta de las paredes, cuadros de motivos religiosos y paisajísticos, imágenes de líderes espirituales, diplomas, premios y recuerdos, platos de cobre y bronce y porcelana, pipas, morteros, un fonógrafo antiguo, una inmensa cafetera. Los sillones y sofaes se colocan contra las paredes, y en el centro del cuarto unas mesitas suceden a las otras. Es el espacio ideal para comer conversando dulces servidos en platos minúsculos, mirándonos cara a cara para atender mejor a la música de los poemas que leen sucesivamente Naim Harayde, Sabina Messeg y nuestra colega Belkys Arredondo. Falta en el cónclave otro poeta druso, el embajador Mansur, al que acabamos de escuchar ayer con no menor intensidad. Recuerdo, de los poemas drusos, la belleza siempre verde de unos ojos, y la conformidad profunda del alma con la tierra de la aldea, a la que retorna, incansable, en cada una de sus vidas. Recuerdo, en el poema de Sabina Messeg, a la madre que pierde para siempre al hijo que ha criado cuando lo envían a la guerra: no porque el hijo muera, sino porque aunque viva, el que vuelva será otro, convertido en un lobo. Recuerdo también, otra música: la que hacía Naim Harayde al moler el café en un mortero, como lo había aprendido de su padre y éste del suyo y éste del suyo... El ritmo salía de la casa fundida con la montaña, bajaba en cascada, alegre, retumbando, y caía en el lago de Kineret.
FIN DEL VIAJE.
No me voy con respuestas, sino con un enigma recurrente: ¿qué es ser judío?, que repercute para mí, en otro: ¿qué es ser argentino? Por momentos la identidad judía a lo largo de la Historia parece una contrafigura de la “identidad argentina”. Mientras que los argentinos tenemos un gran país nuevo y potencialmente rico, que ha costado enormemente integrar, y que amenaza periódicamente con desintegrarse, el pueblo judío, sin territorio, ha sobrevivido por casi 2000 años hasta edificar una nación en un territorio ancestral, pobre y desértico. El esfuerzo constructivo de unos parece proporcionalmente inverso a la disolvente negligencia de los otros. Y no obstante, es difícil delimitar sobre qué se basa el fuerte sentimiento identitario judío. No es un factor estrictamente religioso, ya que hay muchos no creyentes. En Israel, Motti Peri, orgulloso de pertenecer a Haifa “la roja”, no ha tenido empacho en declararse marxista. En Argentina muchos judíos comparten esa orientación. En el Alma College nos han hablado de tres factores: la Biblia, el Pueblo, y la Tierra. Aunque no se tenga con la Biblia una relación de fe, quien se siente judío la reconoce como base de una identidad cultural. Aunque no se viva en Israel, Eretz Israel es una referencia y una piedra angular en el imaginario. Aunque no exista una identidad “racial”, una tradición común une a los rubios ashkenazíes con los judíos de Babilonia o los descendientes de la Reina de Saba.... Una de las conferencias más interesantes que nos tocó escuchar fue la de A.B. Yehoshúa, gran narrador de la Historia y del presente de su comunidad. Yehoshúa es nativo de Israel, de manera que no ha tenido que aprender “después” el hebreo, como tantos otros escritores. Es crítico del oficialismo y en general de los judíos que no están de acuerdo con la “normalización”, es decir, con la transformación de Israel en una nación como tantas otras, sin perder por ello las raíces culturales. Quizá esta normalización –insiste— despeje seculares ambigedades, inevitables mientras el pueblo judío no disponía de tierra propia. Quizá así –dice-- los judíos dejen de ser el “texto lleno de agujeros” (o el chivo expiatorio, como sostenía René Girard) sobre el que la humanidad proyecta sus vicios y temores. Por lo demás, ser israelí, como lo hemos venido comprobando, es un concepto más amplio que el de ser judío, al que incluye. Los escritores israelíes cuentan con el precioso patrimonio de dos lenguas históricas: el hebreo y el árabe. No son pocos los que manejan, literariamente, las dos. Los poetas drusos que hemos conocido son un buen ejemplo. Jerusalén, la Rubia, sigue y será siendo una ciudad múltiplemente sagrada, tesoro universal de la cultura, no sólo de los israelíes judíos y árabes y de otras minorías que componen la sociedad de Israel.
En la fiesta de despedida, el Instituto, nuestro anfitrión, tuvo la gentileza de obsequiarnos, a cada una, artísticas medallas de plata en una de cuyas caras está la paloma del Arca de la Alianza, con una rama de olivo en el pico. Se ha interpretado corrientemente a esa paloma que vuelve al arca, después del Diluvio, como símbolo de la paz recuperada entre Dios y los hombres. Hay, dentro de la misma comunidad judía, quienes discuten estas exégesis. Pero lo indiscutible es que el olivo en el pico de la paloma prueba la existencia de vida: no todos los árboles han sido arrasados por el desastre; quedan algunos, a salvo y en pie, dispuestos a dar brotes otra vez.
En Jerusalén, corté yo también mi rama de olivo. Dejé, ¿en trueque?, un papelito, deslizado entre las inmensas piedras bajas del Muro de las Lamentaciones, donde no se va a llorar sino a orar para que las cosas cambien, y sobre todo para que cambien dentro de nosotros mismos. Las hojas de olivo, la hojita de papel, son las caras de una misma moneda y de una misma esperanza: el cambio interior e interior, el mundo por rehacer, después de las catástrofes. En Tierra Santa deposito, como una paradójica ofrenda, mis carencias, y me llevo la rama de la vida. Lo mismo deseo para todos y para todas. Una vez más, Shalom, Shalom. |