El historiador Luis Alberto Romero recuerda un dato singular del primer centenario de la Argentina: cada colectividad tuvo allí su monumento y homenaje y mostró lo que traía "de los barcos". Faltó sin embargo el reconocimiento del aporte judío, que ya era importante...
—Hay que tener en cuenta que esa primera ola de inmigración judía —que tiene su momento fundacional desde 1889, cuando llega al puerto de Buenos Aires el vapor alemán Wesser que trae el primer gran contingente de más de cien familias, gracias al acuerdo del barón Hirsch con el gobierno de Roca y llega hasta 1910— venía desde distintas regiones de Europa, en su mayoría escapando de guerras y los "pogroms". Esa ola no tenía una presencia urbana: eran colonos agrícolas y no tenían visibilidad en la ciudad.
¿Qué es lo que trae esa primera ola de inmigrantes?
Básicamente, eran gente humilde, que venía con una Biblia y un violín bajo el brazo, y sus conocimientos eran centralmente agrarios y campesinos. Porque, si bien los judíos históricamente, se sabe, no fueron un pueblo apegado a la tierra, precisamente porque fueron siempre expulsados de esa posibilidad de ser propietarios de su tierra, naturalmente tendieron a asentarse en las ciudades. Sin embargo, esos saberes que traían, porque de eso trabajaban en esa Rusia campesina, los transportan a la Argentina, y esa primera utopía agraria, que se da aquí por primera vez (era la primera vez que podían acceder a ser propietarios de tierra), genera un aprendizaje y un aporte en lo que es el cooperativismo, la siembra, la productividad rural. En esa primera etapa vamos a ver a los primeros molineros, alambradores, fabricantes de carros, talabarteros, los "cuentenik" o vendedores ambulantes.
Es la historia que se cuenta en Los gauchos judíos.
—Así es. Y es interesante que en esa primera oleada ya los hijos entran en conflicto con esos padres. En algunos casos hay un corte traumático. Una escena verídica lo grafica: el bisabuelo campesino, estudioso de la Torá, ese libro único y sagrado, que venía de trabajar, de romperse el alma en el campo una tarde de verano, llega extenuado y ve a sus hijos tirados leyendo. Todos leyendo. Y el bisabuelo los echa literalmente a patadas del campo, porque los considera vagos. ¿Cuál es la vagancia? Que están leyendo. Pero que están leyendo, no la Torá, sino "libros paganos". Es una escena muy significativa, porque esos hijos rompen con la tradición del libro sagrado y rompen con la cultura agraria campesina, se van a los pueblos y ciudades a estudiar y trabajar. Todos ellos serán maestros.
¿Empiezan a distanciarse también de la tradición judía para poder sentirse argentinos?
—Así es, porque la educación, esa escuela sarmientina que atraviesa tan fuertemente a todos los inmigrantes, y a los judíos por supuesto muchísimo, es lo que los va haciendo apasionadamente argentinos. Estaban tomados por la problemática del arraigo y el desarraigo. Y querían terminar con esa asociación entre el ser judíos y ser perseguidos.
¿Qué ocurre entonces en esa primera migración interna del campo a la ciudad?
—Encontramos allí una segunda camada de inmigrantes, entre los hijos que se fueron a la ciudad y ya son no campesinos sino peones, obreros, artesanos, comerciantes y los que llegan al puerto y se quedan en la ciudad. Aparecen los conventillos, con sus mezclas de inmigraciones, sabores y culturas, y también los sastres, los zapateros, la participación en los primeros sindicatos y también en las fuerzas políticas de izquierda, el Partido Socialista y el Partido Comunista. De allí viene una energía transformadora que se volcaría en distintos campos: el político, el científico, el cultural y artístico.
¿Cómo se manifiesta esa necesidad de arraigar y transformar los marcos de referencia?
—Hay una anécdota muy linda de un inmigrante que llega en 1908, el 18 de mayo de 1908. A la semana se inaugura el Teatro Colón. Y él, amante de la música, paga su entrada. Inmigrante pobre, como la mayoría. La puesta era la ópera Aída y él le pone Aída a su primera hija que nace en la Argentina. Y el hijo que va a tener Aída va a ser, años más tarde, director del Colón.
Mientras tanto, ocurría también que eran tratados con desconfianza o prejuicio por la clase dirigente de esa época. Se recuerda siempre que eran los tiempos del libro La Bolsa, de Julián Martel, en el que se retrata de manera denigrante y estereotipada al judío que llegaba.
Es cierto que frente a esa realidad se imponía la discriminación en cierto ámbitos, sobre todo en las instituciones tradicionales y los lugares de poder, y se escribían algunos libelos antisemitas. Pero eran la evidencia de algo que ya estaba ocurriendo y no se podía detener. Y de las contradicciones de esa dirigencia, que por un lado quería recibir esa afluencia de mano de obra, imbuida del ideal sarmientino y alberdiano, y por otro veía a esos contingentes como una amenaza.
¿Y no representaban una amenaza a aquel orden establecido?
En cierto modo así fue. Ibamos hacia la Argentina moderna, pero entrábamos por una puerta también muy conservadora. Los inmigrantes ya podían en teoría ocupar otras posiciones, pero cuando participaban políticamente sufrían la discriminación y también persecuciones y hechos como la Semana Trágica.
Esta clausura de las compuertas de la democratización política ¿cómo impacta en los hijos de esos primeros inmigrantes?
—Ellos son una tercera camada, la de los nacidos en las décadas del 30 y 40; muchos de cuyos padres ya eran profesionales. Hay una mayor cantidad de intelectuales participando activamente de la vida cultural argentina, o que por lo menos ya estaban peleados con la vieja tradición. Y llega una última ola inmigratoria, por esos años, que viene con un mayor nivel económico y cultural —muchos vienen escapando del nazismo, otros son los sobrevivientes del Holocausto— y tienen una relación más libre con la pertenencia. Ya no es tanto el problema de la culpa o de la necesidad de la ruptura, sí el de la recuperación
Aparecen otros dilemas cuando se crea el Estado de Israel...
Así es. Ahí veremos a quienes observan aquel proceso como la consumación del judaísmo y quienes se asumen definitivamente como judíos en la diáspora y asientan su judaísmo en esa condición a la vez cosmopolita y argentina.
¿Cómo se rescata hoy esa identidad en las camadas jóvenes, los nietos y bisnietos que quieren conocer aquellos orígenes?
Lo gastronómico es muy fuerte. Hay en muchos un rescate de festividades como la de Pesaj, que es la fiesta de la liberación, y se festeja cuando algún familiar lejano invita. Los libros, lecturas que pudieron haber quedado de algún abuelo. Algún viaje. Sobre todo, la necesidad de recuperar relatos, de preguntar a los mayores por los que ya no están, cómo fue aquella historia.
¿Con qué nos encontramos cien años después, pensando en el Bicentenario y ese homenaje que entonces no se hizo?
Con una rica trayectoria de historias de vida que se eslabonan y marcan una orgullosa tradición. También nos encontramos con una sociedad muchísimo más pluralista, democrática y abierta. Se fueron superando y derribando las manifestaciones del prejuicio, siempre marginales y minoritarias, aunque fueran esgrimidas desde ámbitos de poder o se fomentaran interesadamente.
¿Se realizaron aquellos sueños?
Yo creo que sí: el imperativo de la educación estaba presente; el de tener un lugar donde arraigar, crecer, estudiar. El imperativo de la inserción cultural y social anidaba también en esos primeros inmigrantes. Ellos lo ligaban a conservar la tradición y la religión, eso se perdió bastante. La Argentina inmigrante del trabajo con tesón, la del esfuerzo con promesa de arraigo y ascenso social, los ideales de un mundo mejor Si uno calibra, cerca del Bicentenario, la cantidad de judíos que están ligados al campo cultural y científico, de la palabra, del pensamiento, del conocimiento y del arte, confirma que esa participación es inmensa. Es una utopía que se concretó, aun enfrentando terribles dolores y pérdidas, y que pudo realizarse de un modo tal que pondría orgullosos a aquellos antepasados.
Copyright Clarín, 2005.
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